miércoles, 28 de febrero de 2024

Cuento : El viejo sistema 1

 

El viejo sistema 1



[Cuento largo - Texto completo.]

Saul Bellow






Era un día de reflexión para el doctor Braun. Invierno. Sábado. Finales de diciembre. Estaba solo en su apartamento y se despertó tarde, quedándose en la cama hasta el mediodía, en la habitación a oscuras, dándole vueltas a una idea… una sensación: ahora lo ves, ahora no lo ves. Ahora es un contenido, ahora un vacío. Ahora una persona importante, una fuerza, una existencia necesaria; de pronto nada; Un marco sin el cuadro, un espejo sin luna. La sensación de la necesaria existencia podría ser la vitalidad agresiva e instintiva que compartimos con un perro o con un mono. La diferencia radica en el poder de la mente o del espíritu para declarar «yo existo». Además de la conclusión inevitable de «yo no existo». El doctor Braun no era más feliz con la existencia que con lo contrario. Para él parecía empezar una edad de equilibrio. ¡Qué agradable! En todo caso, no tenía ninguna intención de ordenar de forma racional el mundo, y sin ningún motivo especial se levantó de la cama. Se lavó el arrugado pero no viejo rostro con agua helada del grifo, que mudó el blanco nocturno por un color más aceptable. Se cepilló los dientes. De pie, muy recto, se frotó los dientes como si estuviera buscando en ellos a un ídolo. Después corrió a la gran y anticuada bañera para frotarse con la esponja, dándole a la espalda con el grueso chorro que salía del grifo romano, enjabonándose debajo con el mismo jabón que aplicaría más tarde en la barba. Bajo la hinchazón de su estómago veía la punta de sus partes, en algún sitio en medio de sus talones. Necesitaba frotarse los talones. Se secó con la camisa de ayer, para hacer economías. De todos modos, la iba a mandar a la lavandería. Sí, hizo todo esto con la expresión de respeto por sí mismos que los seres humanos heredan de sus ancestros, para los cuales el baño era algo solemne. Qué tristeza.

Pero hoy día todo hombre civilizado cultivaba un despego poco sano. Había aprendido del arte el arte de la observación y objetividad divertidas con respecto a sí mismo. Lo cual, como tenía que haber algo divertido que ver, requería cierto arte en la propia conducta. La existencia solo por estas prácticas no parecía muy provechosa. La humanidad estaba en una fase confusa, incómoda y desagradable de la evolución de su conciencia. Al doctor Braun (Samuel) no le gustaba. Lo entristecía sentir que la idea, el arte, la creencia de las grandes tradiciones se malgastaran de esa manera. ¿Elevación? ¿Belleza? Todo destrozado, hecho jirones para hacer vestidos de niñas o pisoteado como el rabo de una cometa en una celebración. Platón y Buda en manos de los acreedores. Las tumbas de los faraones profanadas por la chusma del desierto. Todo eso pensaba el doctor Braun mientras se dirigía a su pequeña cocina. Le complacía el azul y blanco de los platos holandeses, las tazas colgadas y los platillos colocados en sus ranuras.

Abrió una lata nueva de café y aspiró el aroma que salía de la abertura. Fue solo por un instante, pero no había que perdérselo. A continuación cortó pan para tostarlo, sacó la mantequilla, se comió una naranja; y estaba admirando los largos carámbanos de hielo que salían del enorme tanque rojo circular de la lavandería del otro lado de la calle, con el cielo tan despejado, cuando descubrió que empezaba a tener una sensación. Ocasionalmente se decía de él que no amaba a nadie. Esto no era cierto. No amaba a nadie permanentemente. Pero de modo no permanente sí que amaba, según creía, como casi todo el mundo.

La sensación, mientras tomaba su café, era por dos primos que vivían en Nueva York, en el valle de Mohawk. Estaban muertos. Isaac Braun y su hermana Tina. La primera en morir fue Tina. Dos años después murió Isaac. Braun descubría ahora que él y el primo Isaac se habían querido. Fuera cual fuese el uso o el significado de este hecho dentro del peculiar sistema de luz, movimiento, contacto y condena en el que trataba de encontrar su equilibrio. Con respecto a Tina, los sentimientos del doctor Braun eran menos claros. En un momento habían sido más apasionados, pero en la actualidad eran más distantes.

La mujer de Isaac, después de que muriera, le había dicho a Braun:

—Isaac estaba orgulloso de ti. Me decía: «A Sammy lo han mencionado en Time, en todos los periódicos, por sus investigaciones. ¡Y él nunca dice nada sobre su reputación científica!».

—Ya veo. Bueno, la verdad es que son los ordenadores los que hacen el trabajo.

—Pero uno tiene que saber lo que mete en los ordenadores.

Esto era más o menos cierto. Pero Braun no había proseguido la conversación. No le importaba mucho ser el primero en su terreno. En América la gente era fanfarrona. Matthew Arnold, que no era una figura muy apetitosa, había notado correctamente esta tendencia de Estados Unidos. El doctor Braun consideraba que esta fanfarronería de los norteamericanos había agravado cierta debilidad de los inmigrantes judíos. Pero una reacción proporcionada de modestia no era digna de elogio. El doctor Braun no quería interesarse por esta cuestión en absoluto. Sin embargo, las opiniones de su primo Isaac tenían algún valor para él.

En Schenectady había otros dos Braun de la misma familia, vivos. ¿Los amaba también el doctor Braun, mientras se tomaba su café esa tarde? No suscitaban los mismos sentimientos. Entonces, ¿amaba más a Isaac porque Isaac estaba muerto? Quizás en eso había algo de verdad.

Sin embargo, en la niñez, Isaac se había mostrado muy amable con él. Los otros, no tanto.

Ahora Braun empezó a recordar algunas cosas. Un sicomoro junto al río. Por aquella época, el río no podría haber sido más feo. En todo caso, era verde y era poderoso y oscuro, con una fuerza tranquila y desapasionada: ondulada, verde, negruzca, vidriosa. Un árbol enorme como un acontecimiento complicado, con muchas ramas y extensiones gruesas. Es posible que dominara media hectárea de terreno, marrón y blanco. Y bien lejos de las hojas, en una rama muerta, se posaba un halcón gris y azul. Isaac y su primito Braun paseaban con el vagón: tirado por el viejo y basto caballo, con la firme cabeza tapada por las anteojeras. Braun, que por entonces tenía siete años, llevaba puesta una camisa gris con grandes botones de hueso y el pelo muy corto para el verano. Isaac llevaba ropas de trabajo, porque en aquella época los Braun se dedicaban al negocio de la segunda mano: muebles, alfombras, cocinas, camas. Isaac, que le llevaba quince años, tenía un rostro maduro marcado por el trabajo. Había nacido para ser un hombre, en el sentido del Antiguo Testamento, igual que el pájaro que se posaba en el sicomoro, había nacido para pescar peces. Isaac era todavía un niño cuando llegó a América. Sin embargo, su dignidad judía era muy firme y fuerte. Tenía la actitud de las viejas generaciones con respecto al Nuevo Mundo: con tiendas y ganado y esposas y sirvientas y sirvientes. Isaac era guapo, o al menos eso creía Braun: rostro oscuro, ojos negros, pelo vigoroso y una larga cicatriz en la mejilla. Esta se debía, según le dijo a su primo científico, a que en su tierra su madre le había dado leche de una vaca tuberculosa. Mientras su padre hacía el servicio militar en la guerra entre rusos y japoneses. Muy lejos. Como en la metáfora yídish, en la tapadera del infierno. Como si el infierno fuera un caldero o una cacerola con su tapadera. Cómo despreciaban los judíos antiguos las guerras de los goy, sus vanaglorias y su obstinada Dummheit. Servicio militar obligatorio, llamada a filas, marchas, ejercicios de tiro, abandono de cadáveres por todas partes. Enterrados y sin enterrar. Un ejército contra el otro. Gog y Magog. El zar, ese hombre de bigotes débil, arbitrario y dominado por mujeres, decretó que el tío Braun debía ser desterrado a Sakhalin. De manera que, por un decreto irracional, como en Las mil y una noches, el tío Braun, con su gran abrigo y sus cortas y humilladas piernas, la pequeña barca y los grandes ojos, dejó a su mujer y a su hijo para que comieran cerdo con gusanos. Y cuando se perdió la guerra, el tío Braun escapó por Manchuria. Llegó a Vancouver en un barco sueco y se puso a trabajar en las líneas de ferrocarriles. No parecía tan fuerte, tal y como lo recordaba Braun en Schenectady. Tenía el pecho hundido y los brazos largos, pero sus piernas parecían de trapo, demasiado flojas, como si la huida de Sakhalin y las caminatas con dificultad por Manchuria hubieran sido demasiado para ellas. Sin embargo, en el valle del Mohawk, convertido en el rey de las cocinas usadas y los colchones fumigados: ¡querido tío Braun! Tenía una barba pequeña y puntiaguda, como Jorge V y Nicolasito de Rusia. Como Lenin, si me apuras. Pero los ojos grandes y pacientes de su marchito rostro llenaban todo el espacio que había para ojos. Braun estaba teniendo una visión de la humanidad mientras se tomaba su café aquella tarde de sábado. Empezando por aquellos judíos de 1920.

Cuando Braun era un niño pequeño, lo protegía el especial afecto de su primo Isaac, que le acariciaba la cabeza y lo llevaba de paseo al campo en el carro, que más tarde fue el camión. Cuando la madre de Braun se puso de parto para tenerlo, fue a Isaac al que la tía Rose envió a buscar al médico. Encontró al médico en el bar. El viejo Jones, tambaleante y borracho, que practicaba la medicina con los inmigrantes judíos antes de que esos inmigrantes hubieran educado a sus propios médicos. Hizo que Isaac le diera a la manivela del viejo Ford T y se pusieron en camino. Al llegar, Jones ató las manos de la madre Braun a los barrotes de la cama, como era costumbre en aquella época.

El propio doctor Braun, cuando trabajaba como estudiante en los laboratorios y perreras, había ayudado a dar a luz a perros y gatos. Él sabía que el hombre entraba en la vida como esas otras criaturas, en una bolsa transparente o placenta. Metido en una bolsa llena de un fluido transparente, un agua rojiza. Un color que haría pensar al filósofo más racional: ¿quién es esta criatura que lucha por nacer metida en su membrana y su fluido acuoso? Como cualquier perrito en su bolsa, en el ciego terror de la salida, cualquier ratón saliendo al mundo exterior procedente de aquella transparencia brillante, azulada y de aspecto inocente.

El doctor Braun nació en una pequeña casa de madera. Lo lavaron y lo cubrieron con una red contra los mosquitos. Lo acostaron al pie de la cama de su madre. El duro del primo Isaac quería mucho a la madre de Braun. Sentía mucha pena por ella. A ratos, cuando sus negocios judíos se lo permitían, se le ocurrían estas reflexiones sentimentales sobre sus personas más queridas.

La tía Rose era la madrina del doctor Braun: fue ella la que lo sostuvo para la circuncisión. El viejo Krieger, barbudo y corto de vista, con los dedos manchados de sangre de pollo, retiró el trozo de piel.

En opinión de Braun, la tía Rose era la dura mater original: la primitiva. No era una mujer muy grande. Tenía un amplio busto, anchas caderas y unos muslos a la antigua con esas formas extrañas que ahora pertenecen a la historia. Esto le impedía andar normalmente, junto a sus pobres pies, rotos por el excesivo peso que soportaban. Tenía el rostro rojo, y el negro cabello fuerte. La nariz recta y puntiaguda. Para cortar la piedad como si fuera un hilo de algodón. En la luz de sus ojos, Braun reconocía el placer que le producía su propia dureza: dureza en el juicio, dureza en las tácticas, dureza en el trato y dureza en el habla. Se dedicaba a construir un reino con el trabajo del tío Braun y la fuerza de sus obedientes hijos. Los Braun tenían su negocio, poseían terrenos. Poseían una horrible sinagoga de un ladrillo rojo tan feo que parecía crecer en el norte de Nueva York por voluntad del demonio que se encargaba de mantener la frialdad de América en aquella época, procuraba que una frialdad especialmente cómica influyera en el alma del hombre. En Schenectady, en Troy, en Gloversville, en Mechanicville, incluso hasta llegar a Buffalo. En esta sinagoga olía a humedad y a agrio. El tío Braun no solo tenía dinero sino que también tenía sabiduría y era respetado. Pero la congregación era pendenciera. Todas las cuestiones se disputaban. Había rivalidades y peleas; se daban bofetadas, las familias se dejaban de hablar. Parias, pensaba Braun, con la dignidad que adoptan los príncipes para hablarse entre ellos.

En silencio, con ojos silenciosos que cruzaban una y otra vez el rojo tanque de agua atado por cables retorcidos y del que colgaban enormes carámbanos de hielo y se elevaba un vapor blanco, el doctor Braun recordó un momento, cuarenta años antes, en el que el primo Isaac le había dicho, con una de aquellas miradas arcaicas que tenía, que los Braun descendían de la tribu de Neftalí.

—¿Cómo puedes saberlo?

—Esas cosas las saben las familias.

El doctor Braun se resistía, incluso a la edad de diez años, a creer en esas cosas. Pero Isaac, que casi tenía edad para ser su tío, le dijo:

—Será mejor que no lo olvides.

Por lo general, Isaac era alegre con el joven Braun. Se reía para luchar contra la tensión de la cicatriz que forzaba su sonrisa hacia un lado. Sus ojos eran negros y amables, pero también escépticos. Su aliento tenía una fragancia amarga que para Braun significaba la seriedad y la tristeza masculinas. Todos los hijos de la familia tenían el mismo estilo de risa.

Los domingos se sentaban en el porche abierto, riéndose, mientras el tío Braun les leía en voz alta los anuncios matrimoniales en yídish. «Viuda atractiva, treinta y cinco años, con encantos ocultos, propietaria de su propio negocio de ultramarinos en Hudson, excelente cocinera, ortodoxa, bien educada, refinada. Toca el piano. Dos hijos inteligentes y educados, ocho y seis años.»

Todos menos Tina, la hermana obesa, participaban en estos placeres satíricos del domingo. Ella permanecía en la cocina, detrás de la persiana. Abajo estaba el patio, donde crecían flores rudimentarias: zinnia, lilas, viñas de adorno cerca del gallinero.

Ahora vio Braun la casita del campo, en medio de los Adirondacks. Un arroyo. ¡Tan hermoso! Árboles, llenos de fuerza. Fresas salvajes, pero había que tener cuidado con la hiedra venenosa. En los diques de drenaje había renacuajos. Braun dormía en la buhardilla con el primo Mutt. Por las mañanas, Mutt bailaba en camiseta, sin nada debajo, y cantaba canciones obscenas:

 

Metí la nariz en el culo de la cabra
y solo con el olor me puse ciego.

 

Saltaba con los pies descalzos, y su cosa se balanceaba entre un muslo y el otro. Esto lo había aprendido cuando iba a los bares a recoger botellas vacías. Era una cancioncilla para pasar un buen rato. Su origen: Liverpool o la orilla del Tyne. El arte de las clases trabajadoras en la era de las máquinas.

Un viejo molino. Una pradera cubierta de tréboles. Braun, con siete años, trataba de hacer una corona de tréboles, tallando un agujero en los tallos para que pasasen otros por ellos. La corona la estaba haciendo para la gorda Tina. Para ponerla en su gruesa y limpia cabeza, en el vasto pelo negro salpicado de blanco. Pero allí, en el prado, el pequeño Braun tropezó con un tronco podrido. Salieron de allí unos avispones que lo persiguieron y le picaron. Él gritó. Tenía hinchazones dolorosas y rojizas por todo el cuerpo. La tía Rose lo metió en la cama y Tina entró con todo su tamaño de cordillera para consolarlo. Tenía una cara gorda y enojada, los ojos negros y la nariz dilatada que respiraba encima de él. El pequeño Braun, todo dolorido y picado. Ella se levantó el vestido y la enagua para refrescarlo con su cuerpo. La barriga y los muslos se inflaron ante él. Braun se sintió demasiado pequeño y frágil para este éxtasis. Junto a la cama había una silla en la que ella se sentó. Bajo el calor sofocante del tejado de piedra, le puso las piernas encima y las abrió mucho, mucho. Él vio el pelo salvaje y del color del carbón. Vio lo rojo que había dentro. Ella separó los pliegues con los dedos. Mientras lo hacía, los agujeros de la nariz se le hincharon cada vez más, los ojos se le pusieron en blanco. Le dijo que apretara sus genitales de niño contra los gordos muslos de ella. Cosa que, con agonías de incapacidad y de placer al mismo tiempo, él se apresuró a hacer. La casa estaba en silencio. El silencio del verano. El olor sexual de ella. Las moscas y mosquitos estimulados por el calor o por el olor. El hoyo como una masa de moscas se separaba del cristal de la ventana. Sonó como si despegaran un adhesivo. Tina no lo besó ni lo abrazó. Tenía una expresión amenazadora. Desafiante. Estaba tirando de él, lo llevaba a algún sitio con ella. Pero no le prometía nada ni le decía nada.

Cuando se recuperó de las picaduras, una vez más jugando en el patio, Braun vio a Isaac con su prometida, Clara Sternberg, paseando entre los árboles, abrazándose dulcemente. Braun trató de ir con ellos, pero el primo Isaac lo despidió. Cuando insistió en seguirlos, el primo Isaac lo envió con rudeza a la casa. Entonces el pequeño Braun trató de matar a su primo. Con toda su alma deseaba golpear a Isaac con un trozo de madera. Seguía anonadado por la felicidad incomparable, el lujo de aquel deseo. Se echó a correr en dirección de Isaac, quien lo agarró por el cuello, le retorció la cabeza y lo colocó bajo la bomba de agua. Después decretó que el pequeño Sam Braun debía irse a casa, a Albany. Era demasiado salvaje. Había que darle una lección. La prima Tina le dijo en privado: «Mejor para ti, Sam. Yo también lo odio». Agarró a Braun con su mano torpe y llena de hoyuelos y caminó con él por la carretera en medio del polvo de los Adirondacks. Aquella masa envuelta en tela de cuadros. Aquellos hombros encorvados, echados hacia delante como la tierra de la carretera. Juntos, le dificultaban avanzar. El excesivo peso de su cuerpo era demasiado para sus pies.

Más adelante, Tina se puso a dieta. Durante un tiempo, fue más delgada y más civilizada. Todos eran más civilizados. El pequeño Braun se convirtió en un niño dócil y un ratón de biblioteca. Le fue muy bien en la escuela.

¿Está todo claro? Demasiado claro para él como adulto, si tenía en cuenta que su destino no era más que el de los otros. Ante su mirada tranquila, los hechos se arreglaban solos: surgían, se recomponían, permanecían un tiempo en un estado concreto y después volvían a cambiar. Aquí estábamo:> llegando a algo.

El tío Braun murió enfadado con la tía Rose. Volvió la cara a la pared con el último aliento para reprenderla por su dureza. Todos los hombres, sus hijos, se echaron a llorar. Las lágrimas de las mujeres fueron distintas. Más tarde, también, su pasión tomó otras formas. Negociaron para tener más bienes. Y la tía Rose desafío el testamento del tío Braun. Cobraba rentas en los barrios bajos de Albany y Schenectady de edificios que él les había dejado a sus hijos. Se vestía a la antigua usanza, y visitaba a los inquilinos negros o a la chusma judía de zapateros y sastres. Para ella, las antiguas palabras judías que designaban estos oficios —«Schneider», «Schuster»— eran términos despreciativos. Unas rentas que pertenecían sobre todo a Isaac las metía en el banco a su propio nombre. Iba en antiguos tranvías a los barrios de las fábricas, y no tenía que comprarse ropas de viuda. Siempre había llevado trajes de chaqueta, y siempre habían sido negros. Tenía un sombrero de tres picos, como el del pregonero. Se dejaba la negra trenza colgando detrás, como si estuviera en su propia cocina. Tenía problemas con la vejiga y las arterias, pero estos achaques no la mantenían encerrada en casa y no le servían de nada los médicos ni las medicinas. Le echaba la culpa de la muerte del tío Braun al Bromo-Seltzer que, según ella, le había ensanchado el corazón.

Isaac no se casó con Clara Sternberg. Aunque era fabricante, después de una investigación resultó que su padre había empezado como cortador y su madre como doncella. La tía Rose no habría tolerado un matrimonio así. Hizo largos viajes para hacer sus investigaciones genealógicas.

Y vetó a todas las jóvenes, con juicios severos sin límite. «Esa es un perro falso.» «Veneno en forma de caramelo.» «Un pozo abierto. Una alcantarilla. ¡Una puta!»

La mujer con la que por fin se casó Isaac era agradable, suave, redonda, respetable: la hija de un granjero judío.

La tía Rose dijo:

—Un ignorante. Un hombre corriente.

—Es honrado y trabaja duro la tierra —dijo Isaac—. Recita los salmos incluso cuando va conduciendo. Los guarda debajo del asiento de su carro.

—No me lo creo. Un hijo de Ham así. Un vendedor de ganado. Apesta a estiércol.

Y a la novia le dijo en yídish:

—Sé tan amable de lavar a tu padre antes de traerlo a la sinagoga. Agarra un cubo de agua caliente, bórax del calibre veinte y amoniaco, y un cepillo de caballo. La suciedad está incrustada. Asegúrate de que le frotas las manos.

La rigidez insensata de los ortodoxos. Su estilo altanero, estúpido y loco.

Tina no trajo al hombre de Nueva York que la cortejaba para que fuera examinado por la tía Rose. De todas formas, no era ni joven ni guapo ni rico. La tía Rose decía que era un matón de poca monta, un gorila. Ella había ido a Caney lsland a inspeccionar a su familia: el padre vendía pretzels y castañas en un carrito, la madre hacía comidas para banquetes. Y el novio era tan grueso, tan calvo y tan feo, según ella, tenía las manos muy bastas y la espalda y el pecho llenos de pelo. Era una bestia, le dijo ella al joven Sammy Braun. Por aquel entonces, Braun estudiaba en el Politécnico Rensselaer e iba a visitar a su tía en su vieja cocina: el gran fogón negro y metálico allí en medio, la mesa redonda en su pedestal de roble, los cuadros azul oscuro y blanco del hule, un bodegón de melocotones y cerezas rescatado de la tienda de segunda mano. Y la tía Rose, más femenina con el corsé quitado y una bata de colores charros encima de sus gruesas camisetas, camisolas y bombachos victorianos. Tenía las medias agarradas con ligas por debajo de la rodilla y las amplias partes de arriba, que estaban hechas para colocarlas sobre los muslos, colgaban flojas cerca de las zapatillas.

Por aquel entonces, Tina era hermosa, aunque no bonita. En el instituto perdió treinta y cinco kilos. Después fue al New York City y no consiguió el diploma. ¡Qué le importaban a ella esas cosas!, dijo Rose. ¿Y cómo llegó a Caney lsland ella sola? Porque era perversa. Tenía instinto para buscar a los tipos raros. Y allí encontró a esa bestia. A ese asesino a sueldo, a ese segundo Lepke de Asesinatos y Cía. En el norte, la vieja leía los melodramas de la prensa yídish, que bordaba con sus propias ideas sobre la maldad.

Pero cuando Tina trajo a su marido a Schenectady, y lo instaló en la tienda de segunda mano de su padre, resultó ser un hombre grandullón e inocente. Si alguna vez había tenido malicia, la perdió con el pelo. Su calvicie era total, como una purga. Tenía un aspecto sentimental y dependiente. Tina lo protegía. Aquí al doctor Braun le vinieron ideas sexuales, sobre él cuando era niño y el novio infantil de ella. Y pensó en la Tina provocativa del ceño fruncido, en su ternura airada en los Adirondacks y cómo, cuando estaba debajo, respiraba tan fuerte aquí en la buhardilla, y en la fuerza violenta y en la obstinación de su pelo negro y rizado.

Nadie podía influir en Tina. Ese, pensó Braun, era probablemente el secreto. Se había consultado a sí misma, había guardado silencio durante tanto tiempo que no podía aceptar ninguna otra orientación. Cualquiera que escuchara a los demás le parecía débil.

Cuando la tía Rose murió, Tina le quitó de la mano el anillo que Isaac le había regalado hacía muchos años. Braun no recordaba la historia completa del anillo, solo que Isaac le había prestado dinero a un inmigrante que desapareció, dejando esta joya, que supusieron que no tenía valor pero resultó que sí. Braun no recordaba si era un rubí o una esmeralda; tampoco la montura. Pero era el único adorno femenino que llevaba la tía Rose. Y se suponía que lo iba a heredar la mujer de Isaac, Silvia, que lo deseaba enormemente. Tina lo quitó del

cadáver y se lo puso en su propio dedo.

—Tina, dame ese anillo. Dámelo —dijo Isaac.

—No. Era de ella. Ahora es mío.

—No era de mamá. Tú eso lo sabes. Devuélvemelo.

Ella lo desafió por encima del cadáver de la tía Rose. Ella sabía que él no iba a pelear junto al lecho de muerte. Silvia estaba furiosa. Hizo lo que pudo. Es decir, susurró:

—¡Oblígala!

Pero no sirvió de nada. Él sabía que no podía recuperarlo. Además, había muchas más disputas por otros objetos de valor. Él tenía sus rentas depositadas en la cuenta de ahorros de la tía Rose.

Sin embargo, solo Isaac se hizo millonario. Los otros simplemente acapararon bienes, al viejo estilo de los inmigrantes. Él nunca se sentó a esperar su herencia. Para el momento en que murió la tía Rose, Isaac ya tenía mucho dinero. Se había hecho con un feo edificio de apartamentos en Albany. Para él, eso era un logro. Salía con sus hombres al amanecer. Antes de eso había rezado en voz alta mientras su mujer, con los rulos puestos, bonita pero hinchada por el sueño, adormilada pero obediente, ya estaba en la cocina preparando el desayuno. La ortodoxia de Isaac únicamente aumentó con su riqueza. Pronto se convirtió en un pater familias judío a la antigua usanza. Con su familia hablaba en un yídish desacostumbradamente lleno de expresiones en antiguo eslavo y hebreo. En vez de «personas importantes, ciudadanos ejemplares», él decía: Anshe ha-ir, «hombres de la ciudad». También tenía los salmos a mano, como los judíos activos y mundanos habían hecho durante siglos. Siempre había una copia en la guantera de su Cadillac. Su pesimista hermana hablaba de ello con un mohín de la cara. Se había vuelto a poner obesa, después que pasaron los días de los Adirondacks. Decía de él: «Lee en voz alta el Tehillim dentro de su Cadillac de aire acondicionado cuando pasa un tren largo por un cruce. ¡Valiente pillastre! ¡Le robaría a Dios del bolsillo!».

Uno no podía evitar pensar en la fertilidad de metáforas que había en todos estos Braun. El doctor Braun no era ninguna excepción. Y no sabría decir cuál podría ser la explicación, a pesar de llevar veinticinco años especializándose en el aspecto químico de la herencia. De qué modo la molécula de una proteína que se originaba en un fermento invisible podía llevar consigo la inclinación a la ingenuidad, la malicia creativa y el poder negativo, o ser capaz de imprimir un talento o un vicio en un billón de corazones. No era extraño que Isaac Braun le rezara a su Dios mientras estaba metido en su gran coche negro y los trenes de mercancías pasaban haciendo estruendo en medio del brillo contaminado de este valle que una vez había sido hermoso.

«Contesta mi llamada, Dios de mi camino.»

—¿Qué es lo que piensas tú? —decía Tina—. ¿Se acuerda de sus hermanos cuando tiene un trato a la vista? ¿Le da a su única hermana una oportunidad de participar?

No es que hubiera una gran necesidad. El primo Mutt, después de que lo hirieran en Iwo Jima, volvió al negocio de los electrodomésticos. El primo Aaron era un CPA. El marido de Tina, Fenster el calvo, se dedicó a los productos para el hogar en su tienda de segunda mano. Tina sabía todo eso, por supuesto. No había nadie pobre. Lo que irritaba a Tina era que Isaac no introdujera a la familia en los negocios inmobiliarios, en los que las ventajas fiscales eran mayores. Estaban los grandes beneficios de la depreciación, que ella entendía como chanchullos legales. Tenía su dinero en una cuenta de ahorros a un miserable dos y medio por ciento, pagando todos los impuestos. No se fiaba del mercado bursátil.

De hecho, Isaac había intentado meter a los Braun cuando construyó el centro comercial de Robbstown. En un momento arriesgado lo abandonaron. Era un momento desesperado, en que había que saltarse la ley. En una reunión familiar, cada uno de los Braun había aceptado reunir veinticinco mil dólares, la cantidad total que había que dar por debajo de la mesa a Ilkington. El viejo Ilkington presidía la junta directiva del club de campo de Robbstown. Como lo estaban rodeando las fábricas, el club se iba a mudar más para el campo. Isaac se había enterado de esto por el viejo responsable de los caddies una vez que lo llevó en su coche, en una mañana de niebla. Mutt Braun había llevado caddies en Robbstown a principios de los años veinte, había llevado incluso los palos de golf de Ilkington. Isaac también conocía a Ilkington, y tuvo una conversación privada con él. El viejo goy, que ahora tenía setenta años, y se iba a retirar a las Indias occidentales británicas, le había dicho a Isaac: «Entre nosotros. Cien mil. Y no quiero tener que preocuparme por los impuestos». Era un hombre alto y austero con la cara de mármol. Había estudiado en Cornell alrededor de 1910. Era frío pero iba al grano. Y, en opinión de Isaac, era justo. Si se convertía en centro comercial, con la debida planificación, el campo de golf de Robbstown podría valer medio millón para cada uno de los Braun. La ciudad, con el boom de la posguerra, estaba creciendo rápido. Isaac tenía un amigo en la junta de planificación que le arreglaría todos los papeles por cinco de los grandes. En cuanto al contrato, se ofreció a hacerlo todo él solo. Tina insistió en que los Braun formasen una empresa aparte para asegurarse de que los beneficios se compartían por igual. Isaac estuvo de acuerdo con esto. Como cabeza de familia, se encargó personalmente. Iba a tener que organizarlo todo. Solo Aaron y el CPA podían ayudarlo con los libros. La reunión, que tuvo lugar en el despacho de Aaron, duró desde mediodía hasta las tres de la tarde. Se examinaron todos los problemas. Eran cuatro jugadores, especialistas en el juego duro del dinero, estudiando unas reglas. Al final, estuvieron de acuerdo en jugar.

Pero, cuando llegó el momento, a las diez de la mañana de un viernes, Aaron se mostró reacio. No iba a hacerlo. Y Tina y Mutt también se negaron. Isaac le contó la historia al doctor Braun. Como estaba previsto, él fue a la oficina de Aaron con los veinticinco mil dólares para Ilkington en un viejo maletín. Aaron, que entonces tenía cuarenta años, un tipo silencioso, astuto y oscuro, tenía la costumbre de escribir números pequeños en su agenda mientras te hablaba. Sus oscuros dedos consultaban rápidamente las últimas publicaciones sobre impuestos. Bajó la voz para hablarle a la secretaria por el interfono. Llevaba unas camisas blanquísimas y corbatas de brocado de seda, con la firma «Condesa Mara». De todos ellos, era el que más se parecía al tío Braun. Pero sin la barba, sin el sombrero regio de paria, sin el reflejo dorado en su ojo castaño. En muchos de sus aspectos externos, pensó el doctor Braun, Aaron y el tío Braun venían del mismo origen genético. Químicamente, él era el hermano pequeño de su padre. Era posible que las diferencias internas se debieran a la herencia. O quizá a la influencia de la América de los negocios.

—¿Y bien? —dijo Isaac, de pie en el alfombrado despacho. El imponente escritorio estaba maravillosamente limpio.

—¿Cómo sabes que puedes fiarte de Ilkington? —Tú crees. Pero podría coger el dinero y decir que nunca ha oído hablar de ti en toda su vida.

—Sí, podría. Pero ya hemos hablado de eso. Hay que arriesgarse.

Probablemente por instrucciones suyas, la secretaria de Aaron lo llamó por el interfono. Él se inclinó sobre el instrumento y con la boca de medio lado le habló muy despacio y bajo.

—Bueno, Aaron —dijo Isaac—. ¿Quieres que garantice tu inversión? ¿Y bien? Habla.

Hacía tiempo que Aaron había dominado su tono agudo de voz y hablaba con el estilo bronco de un hombre seguro de sí mismo. Pero los arranques agudos, que había dominado hacía veinticinco años, seguían ahí. Se levantó con ambos puños encima del cristal de la mesa, tratando de controlar su voz.

Le dijo con los dientes apretados:

—¡No he dormido esta noche!

—¿Dónde está el dinero?

—No tengo tanto dinero en efectivo.

—¿No?

—Maldita sea, lo sabes muy bien. Tengo una licencia. Soy contable oficial. No estoy en posición de…

—¿Y qué pasa con Tina? ¿Y Mutt?

—No sé nada de ellos.

—Los has convencido para que se retiren, ¿verdad? Tengo que encontrarme con Ilkington a las doce en punto. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

Aaron no dijo nada.

Isaac marcó el número de Tina y dejó sonar el teléfono. Seguro que estaba allí, escuchando con todo su volumen el sonido metálico y redondo del teléfono. Lo dejó sonar, según él, alrededor de cinco minutos. No se molestó en llamar a Mutt. Mutt iba a hacer lo mismo que hiciera Tina.

—Tengo una hora para conseguir esa pasta.

—Con mi nivel de ingresos —dijo Aaron—, los veinticinco me costarían más de cincuenta.

—Esto me podrías haber dicho ayer. Sabías lo que significa para mí.

—¿Le vas a dar más de cien mil dólares a un hombre que no conoces? ¿Sin recibo? ¿A ciegas? No lo hagas.

Pero Isaac estaba decidido. En nuestra generación, pensó el doctor Braun, ha surgido una especie de playboy capitalista. No le importa comprar alegremente piezas de mobiliario de oficinas rehechas en el Brasil, moteles en África oriental o componentes de alta fidelidad en Tailandia. Para él cien mil dólares no significan mucho. Viaja en jet con una chica al lado para ver el panorama. El gobernador de una provincia está esperando en su Thunderbird para llevar a sus invitados por autopistas construidas en la jungla por peones y medio esclavos a pasar un fin de semana bebiendo champán en el que el ejecutivo, de aspecto juvenil a pesar de sus cincuenta años, cierra el trato. Pero el primo Isaac había construido su negocio centavo a centavo, a la antigua, empezando con trapos y botellas desde niño; después continuó con los bienes salvados de los incendios; después, coches usados; después aprendió los oficios de la construcción. Movimiento de tierras, cimientos, hormigón, evacuación de aguas, electricidad, construcción de tejados, sistemas de calefacción. Ganó su dinero duramente. Y ahora se dirigió al banco y pidió prestados setenta y cinco mil dólares, con todos los intereses. Sin ninguna garantía, se los dio a Ilkington en el salón de su casa. Estaba amueblado al viejo estilo goy y despedía un olor a viejo goy y a cosas aburridas, tontas y respetables. Estaba claro que Ilkington estaba muy orgulloso de ellas. Las mesas y vitrinas de madera de manzano, de cerezo, los sillones de orejas, las tapicerías con olor a pasta seca, los colores de cerdo pálido de los gentiles. Ilkington no tocó el maletín de Isaac. Era evidente que no tenía intención de contar los billetes, ni siquiera de mirar. Le ofreció a Isaac un Martini. Isaac, que no bebía, se tomó aquel líquido claro. A mediodía. Como si fuera algo destilado en el espacio exterior. No tenía color. Se quedó allí sentado con aspecto enérgico pero se sintió perdido: perdido para su gente, su familia, Dios, perdido en el vacío de América. Ilkington con un cóctel en la mano, educado y frío, como un bloque muy alto de algo que genéricamente era humano, pero tenía pocos rasgos humanos que Isaac pudiera reconocer. Cuando lo acompañó a la puerta, no le dijo que fuera a mantener su palabra. Solo le estrechó la mano y lo llevó hasta el coche. Isaac se fue a su casa y se sentó en la puerta de su bungalow. Dos días enteros. Por fin, el lunes, Ilkington le telefoneó para decirle que la junta directiva del Robbstown había decidido aceptar su oferta de compra. Hubo una pausa. Entonces Ilkington añadió que nada escrito podía sustituir a la confianza y la decencia entre caballeros. Isaac tomó posesión del club de campo y lo llenó con un centro comercial. Todos esos sitios son feos. El doctor Braun no sabría decir por qué este en concreto le tocaba como especialmente brutal en su fealdad. Quizá era porque recordaba el club de Robbstown. Era reservado, por supuesto, pero los judíos podían mirarlo desde la carretera. Y los olmos que había dentro eran preciosos: de un siglo o más de antigüedad. La luz era suave. Y los sedanes de la época de Coolidge entraban allí, con cortinillas en la ventana de atrás, y floreritos para flores artificiales. Hudsons, Auburns, Bearcats. Aquello eran solo máquinas. Nada por lo que sentir nostalgia.

Sin embargo, a Braun le sorprendía lo que había hecho Isaac. Quizá era una afirmación inconsciente del triunfo: en medio de la embriaguez de la victoria. La superficie verde y reservada, es cierto, para hacer el vago tranquilamente, para golpear una pelotita con un palo, estaba ahora llena de espacios de aparcamiento para quinientos coches. Supermercado, pizzería, restaurante chino, lavandería, tienda de ropa, tienda de diez centavos.

Y etso era solo el principio. Isaac se hizo millonario. Llenó el valle del Mohawk de proyectos de vivienda. Y empezó a hablar de «mi gente», refiriéndose a las personas que vivían en los edificios que había construido. Con la tierra era tacaño —es cierto que construía las casas muy cerca unas de otras—, pero también lo es que construía con benevolencia. A las seis de la mañana ya estaba fuera con sus equipos. Vivía de manera muy simple. Caminaba humildemente con su Señor, como decía el rabino. Para esa época era ya un rabino de la avenida Madison. La pequeña sinagoga había sido arrasada. Estaba tan muerta como los pintores holandeses que habrían apreciado su penumbra y los gremios y los vendedores ambulantes. Ahora había un templo como el pabellón de la Feria Mundial. Isaac era el presidente, tras haber vencido al padre de un famoso matón, que en otra época había sido verdugo para la mafia en el noreste. El mundano rabino, con su voz modulada y sus trajes hechos a medida, como un ministro cristiano a excepción del destello de astucia judía que aparecía en su rostro, indicó a la parte más anticuada de la congregación que tenía que hacerlo así por el bien de los jóvenes. Aquello era América. Vivían unos tiempos extraordinarios. Si uno quería que las jóvenes bendijesen las velas del Sabbath, tenía que empezar con un rabino de veinte mil dólares, y añadirle una casa y un Jaguar.

Mientras tanto, el primo Isaac se fue volviendo más anticuado. Su coche tenía diez años. Pero era un hombre fuerte. Seguro de sí, el pelo oscuro que apenas clareaba en la cima de la cabeza. Las mujeres del norte decían que despedía el tipo de energía masculina positiva que estaban empezando a echar de menos en los hombres. Y él la tenía. Se notaba en la forma en que agarraba un tenedor en la mesa, en cómo servía el vino. Por supuesto, el mundo había sido para él exactamente lo que él le había pedido. Eso significaba que había hecho la petición adecuada y en el momento adecuado. Significaba también que su lectura de la vida era metafísicamente correcta. O que el Antiguo Testamento, el Talmud y la ortodoxia ashkenazi polaca eran irresistibles.

Pero eso no lo explicaba todo, pensó el doctor Braun. Había algo más que piedad. Recordó los dientes blancos y la sonrisa torcida por la cicatriz de su primo, cuando bromeaba. «Yo luché en muchos frentes», decía el primo Isaac, y se refería a los vientres de las mujeres. Algunas veces decía las cosas de una manera norteamericana muy sensata. Se conocía las escaleras de atrás que en Schenectady conducían a las sábanas, los brazos abiertos y los muslos preparados de las mujeres obreras. El Ford T lo dejaba aparcado abajo. Anteriormente, había sido el caballo el que lo esperaba enganchado. Le complacían mucho sus reminiscencias masculinas. Recordó a Deborah, con el «novata» escrito en las rodillas, la cabeza escondida entre las almohadas mientras sacaba las nalgas, y una explosión de pelo picarón que asomaba por entre aquellos muros de blancura, mientras ella, con su débil voz, gritaba: Nein. Pero en realidad sí quería.

El primo Mutt no tenía anécdotas de ese estilo. En lwo Jima le habían disparado en la cabeza, y volvió a casa después de pasar un año en el hospital para vender electrodomésticos Zenith, Motorola y Westinghouse. Se casó con una chica respetable y prosiguió su vida calladamente mientras a su alrededor su lugar de nacimiento se ampliaba y transformaba de forma desconcertante. Una tienda de ordenadores ocupó el parque de matorrales en el que un scout lo encontró antes de la guerra. Para las cuestiones más importantes, Mutt se dirigía a Tina. Ella le decía lo que tenía que hacer. E Isaac lo buscaba a él, y en la medida de lo posible compraba los electrodomésticos para sus edificios a Mutt. Pero Mutt le hablaba de sus problemas solo a Tina. Por ejemplo, su mujer y la hermana de ella apostaban a los caballos. En cuanto tenían ocasión, iban a Saratoga, a las carreras. Probablemente no había gran daño en esto. Dos hermanas con lápiz de labios de color alegre y hermosos vestidos. Y riendo siempre con sus hermosos dientes prominentes. Y echando abajo la capota del convertible.

Tina no veía esto con ojos muy convencidos. ¿Por qué no deberían ir al hipódromo? Su fiereza se concentraba, toda ella, en Braun el millonario.

—¡Ese rufián! —solía decir.

—Oh, no. Hace años y años que no —decía Mutt.

—Venga ya, Mutt. Yo sé a quién ha estado tirándose. Siempre echo un ojo a las ortodoxas. Créeme, lo sé. Y ahora el gobernador le ha puesto en una comisión. ¿Cuál es?

—Contaminación.

—Contaminación del agua, es verdad. El amigo de Rockefeller.

—No deberías decir eso, Tina. Es nuestro hermano.

—Él te quiere a ti.

—Sí que es verdad.

—Y él es multimillonario, ¿y deja que tú sigas trabajando como un esclavo en un pequeño negocio? No tiene corazón. Es un hombre sin corazón.

—Eso no es verdad.

—¿Cómo? Nunca le ha salido una lágrima en el ojo a menos que le molestara el viento —dijo Tina.

La hipérbole era el principal defecto de Tina. Eran todos así. Su madre se las había inculcado.

Si no, era simplemente una mujer sombría y obesa, bastante inclinada, con el pelo echado hacia atrás desde la frente, tirante, de manera que la línea que formaba era una barrera. Tenía aspecto totalitario, y no solo con los demás. También con ella misma. Estaba absorbida en la dictadura de su enorme persona. Con un vestido blanco y con el anillo que le había quitado a su madre muerta. Había dado un golpe de Estado en el dormitorio.

En su generación —el doctor Braun había renunciado a la tarde para dedicarla al placer inútil de pasarla pensando con afecto en sus muertos—, en su generación, Tina también estaba chapada a la antigua a pesar de la palabrería moderna que utilizaba. La gente de su clase, y no solo las mujeres, cultivaba el encanto personal. Pero Tina sistemáticamente no deseaba nada, ni tener atractivo ni encanto. Absolutamente ninguno. Nunca trataba de agradar. Su objetivo debía ser la majestad. ¿En qué se basaba? No tenía ideas grandiosas. Tenía que basarse en su propia naturaleza. En una idea primordial, enormemente hinchada. De algún modo era como su carne metida en aquel vestido de seda blanca, como la había visto por última vez su primo Braun unos años antes, hinchada. Era una especie de sub-suboficina de la personalidad, detrás de una puertecita del cerebro donde aquella alma inquieta nunca dejaba de trabajar y había ordenado a esta enorme mujer, a toda ella, que se manifestara. Con el pelo oscuro de los antebrazos, las llamativas ventanas de la nariz en el rostro blanco, y los ojos negros que te miraban fijamente. Tenía en los ojos una expresión ofendida; a veces una mirada sulfúrica; una mirada inteligente, incluso maliciosa. Sus ojos tenían todas las miradas, incluso la mirada de amabilidad que le venía del tío Braun. La dulzura del viejo. Los que tratan de interpretar la humanidad a través de sus ojos están destinados a encontrar muchas cosas extrañas y a quedarse perplejos.

La pelea entre Tina e Isaac duró años. Ella lo acusaba de sacudirse a la familia cuando se presentó la principal oportunidad. Él se había negado a que ellos participaran. Él decía que todos ellos lo habían abandonado en el momento preciso. Al final, los hermanos se reconciliaron. Tina no. No quería nada con Isaac. En la primera fase de enemistad se encargó de que supiera exactamente lo que pensaba de él. Hermanos, tías y viejos amigos le contaron lo que ya decía de él: que era un sinvergüenza, que mamá le había prestado dinero; que él no había pagado; por eso es por lo que ella se había quedado con aquellas rentas. Además, Isaac había colaborado en silencio con Zaikas, el griego, el mafioso de Troy. Iba contando por ahí que Zaikas había cubierto a Isaac, que estaba implicado en el escándalo del hospital estatal. Zaikas lo cubrió, pero Isaac tuvo que meter cincuenta mil dólares en el depósito que tenía Zaikas en el banco. Es decir, el banco Stuyvesant. Tina decía que conocía incluso el número de cuenta. Isaac decía poco ante estas calumnias, y después de un tiempo cesaron.

Y fue cuando cesaron que Isaac empezó a sentir realmente la furia de su hermana. Él se consideraba el cabeza de la familia, ya que era el Braun más viejo con vida. Después de no haber visto a su hermana durante dos o tres años, empezó a acordarse del afecto que sentía el tío Braun por Tina. La única hija. La más joven. La hermanita. Al recordar los viejos tiempos, su corazón se ablandó. Como había conseguido lo que quería, como le decía Tina a Mutt, podía pintar el pasado del color que quisiera. Era un sentimental. Isaac recordaba por ejemplo que en 1920 la tía Rose quería leche fresca, y los Braun tenían una vaca en los pastos junto al río. Qué sitio tan hermoso. Y qué agradable era conducir el viejo Ford T al atardecer para ir a ordeñar la vaca junto al agua verdosa. Por el camino cantaban canciones. Tina, que entonces tenía diez años, debía de pesar alrededor de noventa kilos, pero la forma de su boca era muy dulce, femenina; quizá era la presión de la grasa, que aceleraba su madurez. De algún modo, era más femenina en la niñez de lo que fue más tarde. Era verdad que a los nueve o diez años se sentó encima de un gatito en la butaca, sin darse cuenta, y lo aplastó. La tía Rose lo encontró muerto cuando su hija se levantó del asiento. «Eres enorme —le dijo a su hija—, eres un animal.» Pero incluso esto Isaac lo recordaba con una tristeza divertida. Y, como no pertenecía a ningún club, nunca jugaba a las cartas, nunca pasaba la noche bebiendo, nunca fue a Florida, nunca fue a Europa, nunca fue a ver el Estado de Israel, Isaac tenía mucho tiempo para reminiscencias. Los respetables olmos que rodeaban su casa suspiraban con él por el pasado. Las ardillas eran ortodoxas. Cavaban y ahorraban. La señora de Isaac Braun no llevaba maquillaje. A excepción de un toque de lápiz de labios cuando salía a la calle. Nada de abrigos de visón. Una confortable foca del Hudson, sí. Con un gran botón de piel en el estómago. Para mantenerla cálida, como a él le gustaba. Era rubia, pálida, redondeada, con una mirada franca e inocente, y el pelo corto y simétrico. Marrón claro, con destellos dorados. Uno de sus ojos grises, quizá, expresaba o se acercaba a expresar malicia. Debía de ser puramente involuntario. Al menos no había ni un indicio de crítica u oposición consciente. Isaac era el amo. La cocina, los postres, el lavado, todas las cosas de la casa, tenían que estar a la altura que él ponía. Si a él no le gustaba cómo olía la lavandera, la despedían. Era una vida doméstica cómoda y respetable a la antigua basada en el modelo de Europa Oriental que destruyeron completamente en 1939 Hitler y Stalin. Aquellos dos se encargaron de acabar con la vida antigua, se aseguraron de que ciertas ideas modernas sobre la raza se convirtieran en realidades sociales. Quizá la ambigüedad confusa que podía percibirse en uno de los ojos de la prima Silvia era efecto de un comentario histórico contenido. Como mujer, en opinión del doctor Braun, ella tuvo más que un atisbo de esta transformación moderna. Su marido era multimillonario. ¿Dónde estaba la vida que podría haber comprado? ¿Las casas, criados, ropas y coches? En la granja ella había manejado las máquinas. Cuando se casó, se vio obligada a olvidar cómo se conducía. Era una mujer dócil y agradable, y se metía en la cocina a hacer bizcochos y a cortar filetes, como había hecho la madre de Isaac. O como debería haber hecho. Sin la cara furibunda de la madre, ni la mirada severa, la nariz rigurosa y la tira de prensa que descansaba en su espina dorsal. Sin las maldiciones que decía todo el tiempo la tía Rose.

En América, se enderezaron los abusos del Viejo Mundo. Estaba destinada a ser la tierra de la reparación histórica. Sin embargo, reflexionó el doctor Braun, nuevos alborotos llenaban el alma. Los detalles materiales habían cobrado una gran importancia. Pero seguía siendo el espíritu el que daba los mayores golpes. ¡Tenía que ser así! La gente que decía esto tenía razón.

Nota Editor: Este cuento continua en su segunda parte.

Con afecto,

Ruben

 

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