martes, 27 de noviembre de 2018

Como cada jueves:Los sobrevivientes



Como cada jueves

Ricardo Blume

RICARDO BLUME
Artículos periodísticos
(Esta es la recopilación de algunos artículos publicados en el diario El Comercio  de Lima Perú entre 1981 y 1988)
Los sobrevivientes
Un gripazo inmisericorde me ha tenido tumbado en cama durante una semana. Sabe Dios qué virus informal y ambulatorio se ensaño con mi ya bastante cacheteada humanidad. Postrado en mi lecho de dolor, entre analgésicos, antipiréticos,  antibióticos y jarabes para la tos, me puse a recordar cómo nos curaban cuando era chico.
Eran otros tiempos, no se si más primitivos o más sabios. Pero bastante distintos.
Por lo pronto, existía el médico de la familia, que hacia la visita apenas se le llamaba.
Este caballero lo conocía uno al revés y al derecho. Examinaba, conversaba, recetaba y se despedía. Mientras tanto, algún miembro de la familia había metido un billete de diez soles en el tafilete  de su sombrero.
Recuerdo haber tomado pocas pastillas. Si había dolor de garganta se hacia un toque con aseptil rojo o azul de metileno. Y santo remedio. Nada de tomar. Ningún efecto secundario. De frente al punto afectado. El dedo en la llaga.
Mi madre, que era muy italiana para esas cosas; quiero decir, con perdón, un tanto exagerada y extremista,  tenía su propio sistema: si a uno le dolía la garganta, nos ponía en fila a los seis hermanos y nos hacia toques a todos de un solo cocacho.
Por épocas descubría los efectos benéficos de la cebolla o el nabo y nos enchufaba toques o cucharadas de sus preparados. Pero a todos, lo necesitáramos o no.
Cuando alguien estaba resfriado lo ponían a hervir junto a su cama alhucema o eucalipto en hojas. Después venían las inhalaciones y las  frotaciones.
Otro remedio que recuerdo eran las cataplasmas calientes que nos ponían en el pecho entre algodones. Y la trementina. Una para frotaciones  y la otra en forma de jarabe.
No era raro confundir una con otra y pegarse un trago de frotación sin darse cuenta.
Lo demás se curaba con alcohol, agua oxigenada, mercurocromo, alguna pomada preparada y para los golpes árnica. No se hablaba de vitaminas ni de alergias.
Si te salía un empeine en la cara te frotaban una flor de mastuerzo, y a otra cosa mariposa. Lo más,  que en ese aspecto, recomendaban los médicos era sobrealimentación. Una buena sustancia de carne, una morcilla, o en el peor de los casos el horroroso aceite de hígado de bacalao. Los pudientes tomaban emulsión de Scott.
Nosotros, que siempre andábamos a tres dobles y un repique, teníamos que soplarnos una cosa horrible que llamaban huevo de angelote y que mi madre pulverizaba y metía en unas obleas del tamaño de una chapita. Tragarse esa rueda  de molino era una odisea.
Y si  se deshacía antes de tiempo, significaba tener un sabor y un olor para que nadie se le quisiera acercar a uno en un mes.
Hay un punto en que las costumbres curativas de esa época me hacen pensar en  la Edad Media y en el infierno de Dante: los purgantes. Existía la leche de magnesia y el aceite de ricino. Pero en mi casa, vaya uno a saber por  que, lo que imperaba era el sulfato de soda. Los peores recuerdos de mi niñez y no exagero un ápice _  están relacionados con esta visión de mi mismo: horas y horas con un vaso de sulfato de soda en una mano y un vaso de kola en la otra. Tenía que soplarme primero el sulfato y en seguida tomarme la kola roja para quitarme el mal sabor. El dilema de Hamlet era un juego de niños ante el niño que era yo con mis dos vasos y mi repugnancia.
Pero había que tomarlo. No se salvaba nadie. Y mi madre, tan italiana ella, nos daba el purgante indefectiblemente antes de empezar el año escolar, y antes de salir de vacaciones. No se por qué ni para qué.
Podía uno estar gozando de perfecta salud, pero eso no contaba.
 El calendario era el calendario. Y había  que tomar esa cosa horrible.
Aunque después se pasara dos días pálido, tembleque y con fuego en la barriga.
Creo que,  al menos por este detalle, los de mi generación podríamos considerarnos  sobrevivientes. Porque si no morimos con esa  exageración catártica, va a ser difícil que nos mate una epidemia. Como soy un convencido de la importancia fundamental de la relación medico paciente, consulto de preferencia a los médicos de la escuela antigua.
La humana. La de la confianza y la fe. La amistosa y conversadora.
La de los que no recetan por recetar. Frente a tanta medicina fría y distante, en la que el
Paciente tiene la sensación de ser un objeto, o un número o una ficha, ellos me traen un olor a trementina y eucalipto como una vaharada refrescante de mi infancia.
Dios los bendiga.           11 setiembre 1986
                                                                                                                                                El Autor.
Con afecto,
Rubén






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