viernes, 15 de febrero de 2019

Cuento: Góndolas



Cuento: Góndolas

 
Cees Nooteboom
Las góndolas son atávicas. No recordaba dónde lo había leído ni le apetecía pensar en ello por temor a que se desvaneciera la emoción del instante. Un sol bajo, la forma de ave negra de una góndola en la neblina de la laguna, los bolardos negros perdiéndose en la lejanía, en la otra orilla invisible del agua, como una solitaria falange de soldados en misión de muerte, y él aquí en la Riva degli Schiavoni, con una foto amarillenta, medio rasgada, en la mano. Si eso no es emoción… Fue en ese lugar aproximadamente donde amarró la góndola y fue en esos escalones o en los de más allá, cerca de la estatua de la partisana fusilada medio sumergida en el agua, donde desembarcaron.
El tiempo era similar al de ahora, según se deducía de la fotografía. Se sentaron en los escalones, y al poco apareció un joven oficial para decirles, mientras señalaba un rótulo, que los escalones estaban reservados para la Policía de Aguas y que debían desocuparlos. Así que debía buscar aquel rótulo, seguro que no era muy difícil encontrarlo.
Y si lo encuentro, se preguntó, ¿entonces qué? Pues me hallaré en el lugar exacto donde estuve hace cuarenta años. ¿Y? Se encogió de hombros como si fuera otra persona quien hubiera formulado la pregunta. Pues nada, se dijo, nada, esa era precisamente la cuestión.
Había aceptado el encargo de escribir algo sobre una exposición en el Palazzo Grassi con la intención de realizar este peculiar peregrinaje. Un peregrinaje en busca de un espectro. No, más que un espectro, una ausencia. No tardó en encontrar los escalones. Las ciudades eternas tienden a la inmutabilidad. La Policía de Aguas seguía amarrando en los mismos escalones. El rótulo estaba en el mismo sitio, fijado en los ladrillos del muro lateral. Lo habían pintado de nuevo, eso sí. Se sentó en el escalón superior y pensó que el joven oficial que se había acercado a ellos aquel día lejano llevaría ya tiempo jubilado, y, en el supuesto de que siguiera siendo joven después de esos cuarenta años, no habría reconocido a ese anciano sentado en la escalera. La fotografía la había hecho un desconocido que se encontraba un poco más allá, en el borde del muelle, de espaldas a la laguna. Fue tomada con un ángulo de treinta grados, lo que permitía distinguir al fondo el Palacio Ducal. Observó la fotografía, y, como siempre, se sintió asombrado de su falsedad. Las fotografías no sólo eran capaces de retratar a los muertos, sino que además te confrontaban con una versión desfasada de ti mismo, un joven melenudo, irreconocible, cuya apariencia estaba tan asociada al espíritu de una época que la imagen despedía el rancio aroma de un tiempo ya para siempre superado.
El milagro es que uno conserve el mismo cuerpo. Aunque en realidad no es el mismo, claro. El poseedor del cuerpo conserva el mismo nombre, eso es todo.
En realidad, lo que quería decir esa fotografía, pensó, más como una constatación que por autocompasión o por sentimentalismo trágico, es que a él también le había llegado la hora. Aquel día él estaba sentado a la izquierda de ella. Ella alzó sonriente la cabeza hacia el fotógrafo desconocido, se echó el cabello rojo hacia atrás con un rápido ademán y apoyó el cuerpo contra el muro lateral de los escalones cubriendo una parte del rótulo. Miró el agua gris que se mecía al pie de la escalera. ¡Qué milagro que todo permaneciese igual! El agua, la forma de cormorán de las góndolas, el escalón de mármol sobre el que se había sentado. Somos nosotros quienes desaparecemos, pensó, quienes abandonamos la escenografía de nuestras vidas. Pasó la mano por la granulosa superficie de piedra que tenía a su lado, como si quisiera palpar la ausencia de la mujer de la fotografía. Sabía que era fácil caer en formulaciones tópicas cuando uno pensaba en ese tipo de cosas, pero era indudable que había en todo ello un misterio que nadie había resuelto jamás. «Por realidad y perfección entiendo lo mismo», esta vez sí se acordaba de quién era esa frase. Era dudoso que Hegel aludiera a la situación en la que él se encontraba y sin embargo parecía escrita a propósito. Sintió un extraño regocijo al pensar que la realidad era la que era, que no podía modificarse mediante el pensamiento. La muerte era algo natural aunque viniera acompañada de formas de dolor casi intolerables y tan profundas que uno quisiera perderse en ellas para abandonarse a la realidad perfecta del misterio.
Todo comenzó de un modo muy simple. Una isla griega, la casa de los amigos de unos amigos, que le dejaron porque sentían pena por él debido a su reciente divorcio.
 No estaba acostumbrado a estar solo y anhelaba a todas horas compañía femenina.
 Un paseo marítimo pavimentado por donde caminaban o paseaban aquellas figuras femeninas a las que él deseaba abordar. Pero no se atrevía por temor a ser tachado de imbécil. «Engatusar a las mujeres», llamaba a eso su amigo Wintrop. La expresión era bonita, pero él nunca fue capaz de hacerlo. ¿Cómo era aquel verso de Lucebert? Rondando barcas femeninas en la noche. Sí, eso sí que lo hacía. Pasear de un lado a otro y vuelta a empezar. Rondar, callejear, mirar. Hidra, barcas de pescadores, blancas en la noche oscura, meciéndose suavemente, iluminadas por la luz de neón de las altas farolas del muelle. Golondrinas, cipreses, ¿o acaso era todo ello producto de su imaginación? ¿Existían en aquella época las luces de neón? ¿Por qué iba a corresponder su recuerdo con la realidad? Transfórmalas en luces amarillas, escucha una lechuza, observa las formas oscuras de los pinos. El mar sigue siendo el mismo y bate suavemente contra el muro del muelle. Todo lo demás es reemplazable, el arsenal de objetos con los que se guarnece la memoria.
Ella no se parecía a una barca cuando pasó delante de él. O tal vez sí. Era extremadamente ligera, como una vela pequeña flotando en el agua. Él debió de hacer el ridículo poniéndose de repente de pie junto al muro del muelle y haciendo el gesto de un agente que detiene el tráfico. Y eso fue lo que dijo, ¡Stop! Todavía lo recordaba con bochorno. Años después, en California, cuando ya todo pertenecía a un pasado remoto, ella se reiría más de una vez de aquella escena. Se quedó tan sorprendida que se detuvo en seco. Curiosamente, él no recordaba si se fue con él aquella misma noche. Estuvieron charlando un buen rato en un bar del puerto. Americana, de nombre italiano. Dieciséis, dieciocho años, se lo quiso preguntar pero no se atrevió. Ya entonces reparó en los signos que la chica tenía en las manos y en los brazos, los signos del zodíaco, no tatuados, como suelen verse hoy en día, sino dibujados con tinta negra sobre la piel morena. Cuando le preguntó qué era aquello, ella le contestó sin más: «Ah, soy una bruja». También de eso se reirían más adelante. Él aún conservaba las cartas que ella le escribió en aquella época, unas cartas llenas de exaltadas historias sobre brujería y hechizos, fantasías que a él le parecían absurdas y que sin embargo al principio le resultaron excitantes. Entonaban con el espíritu de la época y más aún con el cabello rojo de su amiga, con sus ojos color pizarra, con su voz sorprendentemente profunda y un poco ronca. Durante los días siguientes a su encuentro, ella durmió en su gran casa blanca. En su casa, no en su cama. Ese fue el pacto. Ella se dejaba acariciar mirando hacia otro lado y luego se quedaba dormida de un modo sorprendentemente profundo, con la ausencia de un animal para quien el mundo ha dejado de existir. Él se sentía entonces un poco ridículo y desplazado, pero le conmovía la confianza que ella le mostraba. Mejor la compañía que el amor, algo así escribió por aquel entonces en su diario. Más tarde se deshizo de ese diario, algo que ahora lamentaba, aunque de esa frase se acordaba todavía. Unos días después todo cambió. Tal vez se lo estaba inventando, pero le pareció recordar que le señaló uno de esos extraños signos que llevaba pintados en diferentes partes del cuerpo y le dijo algo así como que había llegado el momento. Algo relacionado con los planetas, cosas que ya entonces a él le parecían una simpleza.
En el amor fue astuta y a la vez infantil, no había encontrado otras palabras para describirla. Aunque la calificación de «astuta» nunca le había convencido, no era el término apropiado. Más bien calculadora, consciente de su propósito, pero tampoco era exactamente eso. Su premeditado comportamiento infantil suscitó entre ellos una sensación de juego prohibido que a él le resultaba excitante, como si ella tratara de insinuarle que dormía con una niña, algo que él nunca había experimentado ni volvería a experimentar de esta manera.
Regresó a la ciudad. La exposición de Piero della Francesca le había causado una profunda impresión. En realidad no sabía por qué había visto en esa exposición un paralelo con aquella historia tan lejana, tal vez por la sencilla razón de que el pintor y aquel recuerdo le ocupaban la cabeza simultáneamente, tal vez también porque había algo en las obras de Piero della Francesca que resultaba inaccesible, una sensación similar a la que experimentó aquellas pocas semanas en que él y la chica estuvieron juntos. No puede decirse que ella fuera una mujer misteriosa, lo de la brujería era una sandez, pero su presencia «ausente» le recordaba de alguna manera las figuras hieráticas de las pinturas del artista. Cuando uno estaba frente a ellas, sentía un fuerte deseo de penetrar en su mundo, pero este era inaccesible. No sabía aún qué escribir en su artículo, como tampoco sabía qué hacer con su recuerdo.
Tomaron un tren, por aquel entonces, y atravesaron Grecia para ir a Yugoslavia.
 De aquel viaje no recordaba más que las habitaciones de miserables pensiones y la corona de cabello rojo sobre la almohada. Y una noche en Belgrado, en la terraza de una cervecería, donde unos hombres en plena juerga les ofrecieron su slivovitz y luego arrojaron sus copas al suelo de grava. Así llegaron a Venecia. No recordaba en qué hotel se alojaron, pero sí el lugar donde fue tomada la foto. Se dio la vuelta y volvió sobre sus pasos.
En realidad era inconcebible que la gente desapareciera sin más de la vida de uno. Deberíamos tener cientos de vidas paralelas. Despedida en la gran estación, el aturdido vagabundeo por la Fondamenta Santa Lucia, de nuevo solo, un hombre callejeando entre la multitud que acababa de experimentar cómo alguien se había desvanecido súbitamente en el mundo: un brazo delgadito que asomaba por la ventana de un tren y luego el propio tren, un artefacto cuadrado con luces, alejándose por el Ponte della Ferrovia. Después el vacío. Cuarenta años habían transcurrido desde entonces. Regresó a su habitación de hotel y se puso a hojear el catálogo de la exposición. Sí, era absurdo tratar de encontrar una conexión entre aquella historia tan lejana y Piero della Francesca.
¿Quién había sido ella? Una hija de los tiempos del flower power y él, en su soledad, un joven dispuesto a enamorarse y escuchar aquellas monsergas sobre planetas y estrellas que según ella interferían en sus vidas. ¡Como si estos no tuvieran otra cosa que hacer!
Y sin embargo, de noche junto al mar, cuando su voz le seguía hablando de Saturno y Plutón como si fueran seres vivos que desde el universo tejiesen los hilos por los que discurrían las vidas de una chica de diecisiete años de Mills Valley y de un periodista freelance de Ámsterdam, él había sentido una fascinación difícil de describir, no por las historias que ella le contaba, sino por el tono pizarra de sus ojos que parecía iluminarse en la oscuridad.
El amor era necesidad de amor, eso bien lo comprendió. Que unas cuantas esferas inertes, compuestas de gas y de hielo, rigieran nuestras vidas desde el universo era una fábula que la gente se contaba para sentirse parte de algo en un mundo en el que otras fábulas habían perdido credibilidad. Y si no eras capaz de soportar esas cosas, no haber dicho «stop» a una transeúnte cualquiera.
De vuelta a su casa vacía de Ámsterdam, estuvo esperando sus cartas escritas con aquella caligrafía americana poco agraciada y casi infantil, los márgenes adornados con medio zodíaco y signos sicilianos contra el mal de ojo. Se preguntaba ahora qué le habría contestado él. No recordaba quién de los dos fue el primero en dejar de escribir, pero sí la excitación que sintió cuando al cabo de más de veinte años recibió inesperadamente una carta escrita con la misma caligrafía torpe. En ella le decía que había leído una reseña suya sobre Jacoba van Heemskerck en un catálogo sobre arte espiritual publicado con motivo de una exposición de la obra de esta artista en San Francisco.
 Le habían sucedido muchas cosas, le decía. Se había casado, divorciado, tenía dos hijos y pintaba cuadros que tal vez guardasen cierta similitud con los de Jacoba van Heemskerck. En la carta había incluido dos fotos de su obra: unas superficies nebulosas de un color que a él le recordó el tono de sus ojos, gris con unas manchas luminosas flotantes. Arte destinado a las paredes de un centro de meditación. Las cosas no le habían ido bien, pero el budismo le había sido de gran ayuda. Cerca de su casa había un monasterio que le había servido de mucho. De no ser por sus hijos, habría ingresado en él. Se acordaba de él con frecuencia. A lo mejor se estableció una especie de afinidad espiritual entre ellos mientras él redactaba su reseña de la obra de Jacoba, una artista apenas conocida en Estados Unidos, pero que para ella había sido una fuente importante de inspiración, y sobre todo un consuelo, pues había vivido experiencias desagradables que prefería no contarle para no aburrirle. Esperaba que le llegara la carta y sentía que su visita a esa exposición había sido una señal.
 ¿No era extraño que personas que se habían conocido se perdieran para siempre de vista en este mundo? ¿Que el uno no supiera si el otro vivía, a pesar de haber viajado juntos, de haber compartido experiencias? Cuando se conocieron, ella era en realidad una niña. Durante el tiempo que estuvieron juntos había vivido como en un sueño, tanto en la vieja casa de Hidra como en el largo viaje en tren por aquellos áridos paisajes y al final en Venecia, adonde esperaba poder volver alguna vez. Probablemente habría dicho muchas tonterías en aquellos días, le pedía disculpas por ello, pero con todo él supo respetarla tal como era entonces y ahora quería agradecérselo, porque las cosas también podrían haber ido de otra manera. No estaba segura de si él comprendía a lo que se refería. En realidad, lo que quería decirle es que le agradecía que él no hubiera abusado de ella. Esperaba que comprendiera que no le estaba pidiendo nada. Y que de todos modos era un milagro que entre los miles de millones de personas que hay en el mundo se hubieran vuelto a encontrar. Naturalmente no era necesario que contestara a su carta, no era eso lo que ella pretendía, aunque sí le gustaría saber si estaba bien.
No muy bien, debería haber sido su respuesta sincera. Pero no pensaba contestarle eso ni tampoco que su reseña sobre Jacoba van Heemskerck la había escrito por encargo, que aunque sentía respeto por la obra de esa artista, la consideraba un poco inconsistente, y que en su opinión el interés que actualmente esta suscitaba formaba parte de esa afición general por lo espiritual que en los últimos años había tomado posesión de las almas de la gente, y de la que ella, la que escribía la carta, había sido en cierta manera una precursora. Su obra era pródiga en color, sí, y con un dinamismo tal vez similar al de Kandinsky, pero carecía de la historia que él buscaba.
 Ese arte no había sido sino una reacción al siglo XIX que él tanto detestaba.
En lugar de esto, le contó que estaba preparando una tesis sobre Piero della Francesca. ¿Conocía ella a ese pintor? Y sí, le alegraba haber recibido una carta suya.
¿Qué sucedería si se volvieran a ver? Él seguía conservando aquella pequeña fotografía de ella junto al bolardo en la Riva degli Schiavoni. ¿Se la envió en su día?
No lo recordaba. Y eso que acababa de decir del siglo XIX no era del todo cierto. Flaubert, Stendhal, Balzac, ellos habían sido ya una reacción a aquella antigua indolencia en la que se anegaron tantas esperanzas. Le bastaba con mirar las primeras fotografías de aquella época, el estatismo de los largos tiempos de exposición, para saber que no desearía haber vivido en aquella antesala del modernismo. ¡Aquella fotografía! Una chica junto a un bolardo tan grande que hubiera podido servir de amarre incluso de un buque. Un vestido muy ligero, con un toque violeta, por el que asomaba el rostro efímero de una criatura humana, pura fugacidad capaz de desvanecerse de un soplo. Una Madonna de Bellini, aunque eso no se lo dijo. Un estudioso de la historia del arte debe desconfiar de las comparaciones. Y con todo, incluso sin hijo, ella había sido una Madonna. La misma sombra en la parte izquierda del rostro que no presagiaba nada bueno, unos ojos mirando hacia dentro que habían visto ya cien veces la futura tragedia del niño que sostenía en su regazo, y luego el propio niño, un viejo filósofo consciente de que la mano amorosa de su madre no lograría salvarle de la muerte.
Antes de que acabara de leer la carta, él ya había tomado la decisión: iría a visitarla. Y eso fue lo que hizo. Un ejercicio sin sentido, le advirtió uno de sus amigos, pero él no lo creía así. Las historias hay que concluirlas.
Y la consecuencia de todo ello fue un viaje a Estados Unidos y una mujer esperándole en un aeropuerto de San Francisco, una mujer en cuyo rostro vio la imagen envejecida de sí mismo. Las personas son extraordinarias, merecerían ser premiadas continuamente.
 Se escrutaron con una mirada fugaz que no duró más de un segundo, una fotografía interior de extrema nitidez sobre la que de momento no iban a hablar. Arrugas en el contorno de los ojos, el cabello todavía con un brillo rojo pero más apagado, testimonio del paso del tiempo, y un repentino compañerismo, tal vez ternura. Más amor que antes, lo supo enseguida, un amor con el que no haría nada, también eso lo supo en el acto.
 La vulnerabilidad había aumentado. Una casa de madera, suburbio de un suburbio, acuarelas de la órbita de Rudolf Steiner, un arte que a él nunca le había interesado, cosas que en otros tiempos habría dicho y sobre las que ahora era capaz de mentir con una facilidad que a él mismo sorprendía. Sigues viviendo en un sueño, le dijo, y ella, fiel a sí misma, le contó algo así como que Saturno era el autor de aquellas manchas flotantes, que había sido una semana de éxtasis absoluto, que había sentido aquella fuerza noche tras noche mientras pintaba, y que al acabar se había sentido más vacía que nunca, vacía pero feliz.
Poco tiempo después ella había visto aquella exposición y había comprendido que era una señal de que debía escribirle. Pero nunca imaginó que fuera a verla.
«Servicio de Amor» fue el término que se le ocurrió. Había venido para concluir una historia. Lo cual no era lo mismo que ponerle fin. Algo había permanecido abierto.
 La mayoría de las veces, la cosa no iba a más: dos personas vivían una historia, luego se imponía la distancia, el tiempo, el desgaste, el olvido. De cuando en cuando un pensamiento, un vago recuerdo, lo normal, lo que solía suceder, excepto cuando uno no se conformaba con ello. Algo tenía todavía que ocurrir, una verificación, una forma de despedida. Las historias hay que cerrarlas, no sólo para uno mismo, sino también para el otro, a no ser que el otro no tenga necesidad de ello. Eso era lo que él había ido a hacer en Mills Valley. Y eso era lo que estaba haciendo de nuevo ahora, después de la muerte de ella, en Venecia.
Con afecto,
Rubén

¿Experiencias desagradables? ¿No fue eso lo que ella le dijo en la carta? Sí, pero no quiso hablar de ello.
¿Y si salían a pasear? ¿Un paseo por la orilla del mar? Hacía buen tiempo, un poco tormentoso, pero esa era la atmósfera apropiada. ¿O estaba él muy cansado? No, le apetecía salir a pasear y sentir los azotes del viento. Nadar iba a ser imposible, por la fría corriente del golfo y también por las riptides, las aguas revueltas. El mar estaba hermoso pero era un peligro, dijo ella. Y así era. Marin County, McClures Beach, un largo descenso, y unos campos a izquierda y derecha donde había unos alces enormes a los que estaba prohibido acercarse. Periodo de celo. De cuando en cuando se les oye bramar cuando se desafían con su imponente cornamenta. Abajo golpeaba el rompiente, muros de agua que te venían al encuentro, los correlimos correteaban delante de las olas trazando en la arena signos de un alfabeto minúsculo. El bramido del mar era un órgano furioso, el lugar donde se concluye una historia que empezó veinte años atrás. Entonces te pones a gritar contra el viento.
Una maldición, un destino que no se aviene con las tonalidades de esa tierra, ni con los colores infantiles de la ropa que viste ahí la gente mayor, ni con las casas ligeras de madera, ni con las imitaciones de una pintora holandesa de la era antroposófica. Por eso te acercas a la violencia del océano y lanzas tus palabras contra el viento, mientras la voz femenina grita contra la rompiente cosas sobre un poeta que la abandonó, un hijo drogadicto, una enfermedad como una bomba de relojería, «pero estoy resignada».
«Un poco excesivo, eh», dijo ella más tarde en el coche. Esa era la frase que él se llevó consigo a Venecia, «un poco excesivo». Se cartearon un par de veces más, pero cuando él le preguntaba por su enfermedad, ella rehusaba contestarle y le decía que los planetas y las estrellas la acompañaban más que nunca y que a veces sentía como si alguien estuviera a punto de llevársela al cielo. Y también le dijo que le había hecho un dibujo, que le enviaría cuando llegara el momento. Y que no quería su compasión. Acababa de regresar de la playa, donde había presenciado una puesta de sol alucinante, una extensa estela roja dirigiéndose en línea recta a la playa en la que habían estado los dos. Podría haber caminado sobre el agua directamente hacia el sol.
Al cabo de una semana más o menos llegó la acuarela que él había visto en su casa y que nunca llegó a colgar. Y con la acuarela, las cartas que él le había escrito durante los últimos meses y las de veinte años atrás. Las arrojó al agua sin leer. «Para eso están los cubos de basura», le conminó una voz a sus espaldas. Él no contestó y se quedó mirando los papelitos blancos que se mecían sobre el agua cenicienta del atardecer, hasta que pasó una góndola y los perdió de vista.

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