martes, 26 de febrero de 2019

Mini Cuentos cortos de Ciro Alegría

Cuentos Peruanos
“Un buen libro no es aquel que piensa por ti, sino aquel que te hace pensar." James McCosh.


Min Cuentos cortos de Ciro Alegría

 
 
El barco fantasma


Por los lentos ríos amazónicos navega un barco fantasma, en misteriosos tratos con la sombra, pues siempre se lo ha encontrado de noche. Está extrañamente iluminado por luces rojas, tal si en su interior hubiese un incendio. Está extrañamente equipado de mesas que son en realidad enormes tortugas, de hamacas que son grandes anacondas, de bateles que son caimanes gigantescos. Sus tripulantes son bufeos¹ vueltos hombres. A tales peces obesos, llamados también delfines, nadie los pesca y menos los come. En Europa, el delfín es plato de reyes. En la selva amazónica, se los puede ver nadar en fila, por decenas, en ríos y lagunas, apareciendo y desapareciendo uno tras otro, tan rítmica como plácidamente, junto a las canoas de los pescadores. Ninguno osaría arponear a un bufeo, porque es pez mágico. De noche vuélvese hombre y en la ciudad de Iquitos ha concurrido alguna vez a los bailes, requebrando y enamorando a las hermosas. Diose el caso de que una muchacha, entretenida hasta la madrugada por su galán, vio con pavor que se convertía en bufeo. Pudo ocurrir también que el pez mismo fuera atraído por la hermosa hasta el punto en que se olvidó su condición. Corrientemente, esos visitantes suelen irse de las reuniones antes de que raye el alba. Sábese de su peculiaridad porque muchos los han seguido y vieron que, en vez de llegar a casa alguna, fuéronse al río y entraron a las aguas, recobrando su forma de peces.
El barco fantasma está, pues, tripulado por bufeos. Un indio del alto Ucayali vio a la misteriosa nave no hace mucho, según cuentan en Pucallpa y sus contornos. Sucedió que tal indígena, perteneciente a la tribu de los shipibos, estaba cruzando el río en una canoa cargada de plátanos, ya oscurecido. A medio río distinguió un pequeño barco que le pareció ser de los que acostumbradamente navegan por esas aguas. Llamáronlo desde el barco a voces, ofreciéndole compra de los plátanos, y como le daban buen precio vendió todo el cargamento. El barco era chato, el shipibo limitose a alcanzar los racimos y ni sospechó qué clase de nave era. Pero no bien había alejado a su canoa unas brazas, oyó que del interior del barco salía un gran rumor y luego vio con espanto que la armazón entera se inclinaba hacia delante y hundía, iluminando desde dentro las aguas, de modo que dejó una estela rojiza unos instantes, hasta que todo se confundió con la sombría profundidad. De ser barco igual que todos, los tripulantes se habrían arrojado al agua, tratando de salvarse del hundimiento. Ninguno lo hizo. Era el barco fantasma.
El indio shipibo, bogando a todo remo, llegó a la orilla del río y allí se fue derecho a su choza, metiéndose bajo su toldo. Por los plátanos le habían dado billetes y moneda dura. Al siguiente día, vio el producto del encantamiento. Los billetes eran pedazos de piel de anaconda y las monedas, escamas de pescado. La llegada de la noche habría de proporcionarle una sorpresa más. Los billetes y las monedas de plata, lo eran de nuevo. Así es que el shipibo estuvo pasando en los bares y bodegas de Pucallpa, durante varias noches, el dinero mágico procedente del barco fantasma.
Sale el barco desde las más hondas profundidades, de un mundo subacuático en el cual hay ciudades, gentes, toda una vida como la que se desenvuelve a flor de tierra. Salvo que esa es una existencia encantada. En el silencio de la noche, aguzando el oído, puede escucharse que algo resuena en el fondo de las aguas, como voces, como gritos, como campanas…
FIN
El puma de sombra

Fue que nuestro padre Adán estaba en el Paraíso, llevando, como es sabido, la regalada vida. Toda fruta había: ya sea mangos, chirimoyas, naranjas, paltas¹ o guayabas y cuanta fruta se ve por el mundo. Toda laya de animales también había y todos se llevaban bien entre ellos y también con nuestro padre. Y así que él no necesitaba más que estirar la mano para tener lo que quería. Pero la condición de todo cristiano es descontentarse. Y ahí está que nuestro padre Adán le reclamó al Señor. No es cierto que le pidiera mujer primero. Primero le pidió que quitara la noche.
—Señor —le dijo—, quita la sombra: no hagas noche; que todo sea solamente día.
Y el Señor le dijo:
—¿Para qué?.
Y nuestro padre le dijo:
—Porque tengo miedo. No veo ni puedo caminar y tengo miedo.
Y entonces le contestó el Señor:
—La noche para dormir se ha hecho.
Y nuestro padre Adán dijo:
—Si estoy quieto, me parece que un animal me atacará aprovechando la oscuridad.
—¡Ah! —dijo el Señor— eso me hace ver que tienes malos pensamientos. Ni un animal se ha hecho para que ataque a otro.
—Así es, Señor, pero tengo miedo en la sombra: haz solo día, que todito brille con la luz —le rogó nuestro padre.
Y entonces contestó el Señor:
—Lo hecho está hecho, porque el Señor no deshace lo que ya hizo.
Y después le dijo a nuestro padre:
—Mira —señalando para un lado.
Y nuestro padre vio un puma grandenque, más grande que toditos, que se puso a venirse bramando con una voz muy fea. Y parecía que quería comerse a nuestro padre. Abría la bocota al tiempo que caminaba. Y nuestro padre estaba asustado viendo cómo venía contra él el puma. Y en eso ya llegaba y ya lo pescaba, pero lo ve que se va deshaciendo, que pasa por encima sin dañarlo nada y después se pierde en el aire. Era, pues, un puma de sombra. Y el Señor le dijo:
—Ya ves, era pura sombra. Así es la noche. No tengas miedo. El miedo hace cosas de sombra.
Y se fue sin hacerle caso a nuestro padre.
Pero como nuestro padre también no sabía hacer caso, aunque indebidamente, siguió asustándose por la noche, y después le pegó su maña a los animales. Y es así como se ven diablos, duendes y ánimas en pena y también pumas y zorros y toda laya de fealdades entre la noche. Y las más de las veces son meramente sombra, como el puma que le enseñó a nuestro padre el Señor.
Pero no acaba todavía la historia. Fue que nuestro padre Adán, por no saber hacer caso, siempre tenía miedo, como ya les he dicho, y le pidió compañía al Señor. Pero entonces le dijo, para que se la diera:
—Señor, a toditos le diste compañera, menos a mí.
Y el Señor, como era cierto que toditos tenían, menos él, tuvo que darle. Y así fue como la mujer lo perdió, porque vino con el miedo y la noche…
FIN
De cómo repartió el diablo los males por el mundo

Voy a contarles, y no lo olviden, porque es cosa que un cristiano debe tener bien presente, esta historia que nosotros no olvidaremos jamás y que diremos a nuestros hijos con el encargo de que la repitan a los suyos, y así continúe trasmitiéndose, y nunca se pierda.
Esto ocurrió en un tiempo en que el Diablo salió para vender males por la tierra. El hombre ya había pecado y estaba condenado, pero no había variedad de males. Entonces el Diablo, con su costal al hombro, iba por todos los caminos de la tierra vendiendo los males que llevaba empaquetados en su costal, pues los había hecho polvo. Había polvos de todos los colores que eran los males: ahí estaban la miseria y la enfermedad, la avaricia y el odio, y la opulencia que también es mal y la ambición, que es un mal también cuando no es la debida, y he aquí que no había mal que faltara… Y entre esos paquetes había uno chiquito y con polvito blanco, que era el desaliento…
Y así es que la gente iba para comprarle y todita compraba enfermedad, miseria, avaricia y los que pensaban más compraban opulencia y también ambición… Y todo era para hacerse mal entre los mismos cristianos.
El Diablo les vendía cobrándoles buen precio, pero a aquel paquetito con polvito blanco lo miraban, mas nadie le hacía caso…
“¿Qué es, pues, eso?”, preguntaban por mera curiosidad. Y el Diablo se enojaba, pues la gente le parecía demasiado cerrada de ideas. Y cuando de casualidad o por mero capricho alguno lo quería comprar, preguntaba: “¿Cuánto?”, y el Diablo respondía: “Tanto”. Y era pues un precio muy caro, más precio que el de toditos los paquetes, y he aquí que la gente se reía diciendo que por ese paquetito tan chico y que no era tan gran mal no estaba bien que cobrara tanto, insultando también al Diablo diciéndole que era muy Diablo por quererlos engañar así… Y el Diablo tenía cólera y también se reía viendo como no pensaba la gente…
Y es así que vendió todos los males, pero nadie le quiso comprar aquel paquetito, porque era chiquitito y el desaliento no era gran mal. Y el Diablo decía: “Con este, todos; sin este, ni uno”. Y la gente más se reía, pensando que el Diablo se había vuelto zonzo. Y he aquí que solo quedó aquel paquetito, por el que no daban ni un cobre… Entonces el Diablo, con más cólera todavía y riéndose con la misma risa de un Diablo, dijo: “Esta es la mía”, y echó al viento aquel polvo para que se fuera por todo el mundo.
Desde entonces, todos los males fueron peores, por ese mal que voló por los aires y enfermó a todos los hombres. Solo, pues, hay que reparar, nada más, para darse cuenta… Si es afortunado y poderoso, pero cae desalentado por la vida, nada le vale y el vicio lo empuña… Si es humilde y pobre, entonces el desaliento lo pierde más rápido todavía… Así fue como el Diablo hizo mal a toda la tierra, pues sin el desaliento ningún mal podría pescar a un hombre…
Es así como está en el mundo, donde algunos más, donde otros menos; siempre nos llega y nadie puede ser bueno de verdad, pues no puede resistir, como es debido, la lucha fuerte del alma y el cuerpo que es la vida…
Niños del mundo: que el desaliento no empuñe nunca vuestro corazón.
FIN
La sirena del bosque

El árbol llamado lupuna, uno de los más originalmente hermosos de la selva amazónica, “tiene madre”. Los indios selváticos dicen así del árbol al que creen poseído por un espíritu o habitado por un ser viviente. Disfrutan de tal privilegio los árboles bellos o raros. La lupuna es uno de los más altos del bosque amazónico, tiene un ramaje gallardo y su tallo, de color gris plomizo, está guarnecido en la parte inferior por una especie de aletas triangulares. La lupuna despierta interés a primera vista y en conjunto, al contemplarlo, produce una sensación de extraña belleza. Como “tiene madre”, los indios no cortan a la lupuna. Las hachas y machetes de la tala abatirán porciones de bosque para levantar aldeas, o limpiar campos de siembra de yuca y plátanos, o abrir caminos. La lupuna quedará señoreando. Y de todos modos, así no hay roza, sobresaldrá en el bosque por su altura y particular conformación. Se hace ver.
Para los indios cocamas, la “madre” de la lupuna, el ser que habita dicho árbol, es una mujer blanca, rubia y singularmente hermosa. En las noches de luna, ella sube por el corazón del árbol hasta lo alto de la copa, sale a dejarse iluminar por la luz esplendente y canta. Sobre el océano vegetal que forman las copas de los árboles, la hermosa derrama su voz clara y alta, singularmente melodiosa, llenando la solemne amplitud de la selva. Los hombres y los animales que la escuchan quedan como hechizados. El mismo bosque puede aquietar sus ramas para oírla.
Los viejos cocamas previenen a los mozos contra el embrujo de tal voz. Quien la escuche, no debe ir hacia la mujer que la entona, porque no regresará nunca. Unos dicen que muere esperando alcanzar a la hermosa y otros que ella los convierte en árbol. Cualquiera que fuese su destino, ningún joven cocama que siguió a la voz fascinante, soñando con ganar a la bella, regresó jamás.
Es aquella mujer, que sale de la lupuna, la sirena del bosque. Lo mejor que puede hacerse es escuchar con recogimiento, en alguna noche de luna, su hermoso canto próximo y distante.
FIN
Muerte del cabo Cheo López

Perdóneme, don Pedro… Claro que esta no es manera de presentarme… Pero, le diré… ¿Cómo podría explicarle?… Ha muerto Eusebio López… Ya sé que usted no lo conoce y muy pocos lo conocían… ¿Quién se va a fijar en un hombre que vive entre tablas viejas? Por eso no fui a traer los ladrillos… Éramos amigos, ¿me entiende?
Yo estaba pasando en el camión y me crucé con Pancho Torres. Él me gritó: “¡Ha muerto Cheo López!”. Entonces enderezo para la casa de Cheo y ahí me encuentro con la mujer, llorando como es natural; el hijito de dos años junto a la madre, y a Cheo López tendido entre cuatro velas… Comenzaba a oler a muerto Cheo López, y eso me hizo recordar más, eso me hizo pensar más en Cheo López. Entonces me fui a comprar dos botellas de ron, para ayudar con algo, y también porque necesitaba beber.
¡Ese olor! Usted comprende, don Pedro… Lo olíamos allá en el Pacífico…, el olor de los muertos, los boricuas, los japoneses… Los muertos son lo mismo… Solo que como nosotros, allá, íbamos avanzando…, a nuestros heridos y muertos los recogían, y encontrábamos muertos japoneses de días, pudriéndose… Ahora Cheo López comenzaba a oler así… Con los ojos fijos miraba Cheo López. No sé por qué no se los habían cerrado bien… Miraba con una raya de brillo, muerta… Se veía que en su frente ya no había pensamiento. Así miraban allá en el Pacífico… Todos lo mismo…
Y yo me he puesto a beber el ron, durante un buen rato, y han llegado tres o cuatro al velorio… Entonces su mujer ha contado… Que Cheo estaba tranquilo, sentado, como si nada le pasara, y de repente algo se le ha roto adentro, aquí en la cabeza… Y se ha caído… Eso fue un derrame en el cerebro, dijeron… Yo no he querido saber más, y me puse a beber duro. Yo estaba pensando, recordando. Porque es cosa de pensar… La muerte se ríe.
Luego vine a buscar a mi mujer para llevarla al velorio y creí que debía pasar a explicarle a usted, don Pedro… Yo no volví con los ladrillos por eso. Mañana será.
Ahora que si usted quiere ir al velorio, entrada por salida aunque sea… Usted era capitán, ¿no es eso?, y no se acuerda de Cheo López… Pero si usted viene a hacerle nada más que un saludo, yo le diré: “Es un capitán”…
¿Quién se va a acordar de Cheo López? No recibió ninguna medalla, aunque merecía… Nunca fue herido, que de ser así le habrían dado algo que ponerse en el pecho… Pero qué importa eso… ¡Salvarse! Le digo que la muerte se ríe…
Yo fui herido tres veces, pero no de cuidado. Las balas pasaban zumbando, pasaban aullando, tronaban como truenos, y nunca tocaron a Cheo López… Una vez, me acuerdo, él iba adelante, con bayoneta calada y ramas en el casco… Siempre iba adelante el cabo Cheo López… Cuando viene una ráfaga de ametralladora, el casco le sonó como una campana y se cayó… Todos nos tendimos y corría la sangre entre nosotros… No sabíamos quién estaba vivo y quizá muerto… Al rato, el cabo Cheo López comenzó a arrastrarse, tiró una granada y el nido de ametralladoras voló allá lejos… Entonces hizo una señal con el brazo y seguimos avanzando… Los que pudimos, claro. Muchos se quedaron allí en el suelo… Algunos se quejaban… Otros estaban ya callados…
Habíamos peleado día y medio y comenzamos a encontrar muertos viejos… ¡El olor, ese olor del muerto!… Igual que ahora ha comenzado a oler Cheo López.
Allá en el Pacífico, yo me decía: “Quién sabe, de valiente que es, la muerte lo respeta.” Es un decir de soldados. Pero ahora, viendo la forma en que cayó, como alcanzado por una bala que estaba suspendida en el aire, o en sus venas, o en sus sesos, creo que la muerte nos acompaña siempre. Está a nuestro lado y cuando pensamos que va a llegar, se ríe…Y ella dice: “Espera”. Por eso el aguacero de balas lo respetó. Parecía que no iba a morir nunca Cheo López.
Pero ya está entre cuatro velas, muerto… Es como si lo oliera desde aquí… ¿No será que yo tengo en la cabeza el olor de la muerte? ¿No huele así el mundo?…
Vamos, don Pedro, acompáñeme al velorio… Cheo era pobre y no hay casi gente… Vamos, capitán… Hágale siquiera un saludo…
FIN
Navidad en los Andes

Marcabal Grande, hacienda de mi familia, queda en una de las postreras estribaciones de los Andes, lindando con el río Marañón. Compónenla cerros enhiestos y valles profundos. Las frías alturas azulean de rocas desnudas. Las faldas y llanadas propicias verdean de sembríos, donde hay gente que labre, pues lo demás es soledad de naturaleza silvestre. En los valles aroman el café, el cacao y otros cultivos tropicales, a retazos, porque luego triunfa el bosque salvaje. La casa hacienda, antañona construcción de paredes calizas y tejas rojas, álzase en una falda, entre eucaliptos y muros de piedra, acequias espejeantes y un huerto y un jardín y sembrados y pastizales. A unas cuadras de la casa, canta su júbilo de aguas claras una quebrada y a otras tantas, diseña su melancolía de tumbas un panteón. Moteando la amplitud de la tierra, cerca, lejos, humean los bohíos de los peones. El viento, incansable transeúnte andino, es como un mensaje de la inmensidad formada por un tumulto de cerros que hieren el cielo nítido a golpe de roquedales.
Cuando era niño, llegaba yo a esa casa cada diciembre durante mis vacaciones. Desmontaba con las espuelas enrojecidas de acicatear al caballo y la cara desollada por la fusta del viento jalquino. Mi madre no acababa de abrazarme. Luego me masajeaba las mejillas y los labios agrietados con manteca de cacao. Mis hermanos y primos miraban las alforjas indagando por juguetes y caramelos. Mis parientes forzudos me levantaban en vilo a guisa de saludo. Mi ama india dejaba resbalar un lagrimón. Mi padre preguntaba invariablemente al guía indio que me acompañó si nos había ido bien en el camino y el indio respondía invariablemente que bien. Indio es un decir, que algunos eran cholos¹. Recuerdo todavía sus nombres camperos: Juan Bringas, Gaspar Chiguala, Zenón Pincel. Solían añadir, de modo remolón, si sufrimos lluvia, granizada, cansancio de caballos o cualquier accidente. Una vez, la primera respuesta de Gaspar se hizo más notable porque una súbita crecida llevose un puente y por poco nos arrastra el río al vadearlo. Mi padre regañó entonces a Gaspar:
-¿Cómo dices que bien?
-Si hemos llegao bien, todo ha estao bien -fue su apreciación.
El hecho era que el hogar andino me recibía con el natural afecto y un conjunto de características a las que podría llamar centenarias y, en algunos casos, milenarias.
Mi padre comenzaba pronto a preparar el Nacimiento. En la habitación más espaciosa de la casona, levantaba un armazón de cajones y tablas, ayudado por un carpintero al que decían Gamboyao y nosotros los chicuelos, a quienes la oportunidad de clavar o serruchar nos parecía un privilegio. De hecho lo era, porque ni papá ni Gamboyao tenían mucha confianza en nuestra destreza.
Después, mi padre encaminábase hacia alguna zona boscosa, siempre seguido de nosotros los pequeños, que hechos una vocinglera turba, poníamos en fuga a perdices, torcaces, conejos silvestres y otros espantadizos animales del campo. Del monte traíamos musgo, manojos de unas plantas parásitas que crecían como barbas en los troncos, unas pencas llamadas achupallas, ciertas carnosas siemprevivas de la región, ramas de hojas olorosas y extrañas flores granates y anaranjadas. Todo ese mundillo vegetal capturado, tenía la característica de no marchitarse pronto y debía cubrir la armazón de madera. Cumplido el propósito, la amplia habitación olía a bosque recién cortado.
Las figuras del Nacimiento eran sacadas entonces de un armario y colocadas en el centro de la armazón cubierta de ramas, plantas y flores. San José, la Virgen y el Niño, con la mula y el buey, no parecían estar en un establo, salvo por el puñado de paja que amarilleaba en el lecho del Niño. Quedaban en medio de una síntesis de selva. Tal se acostumbraba tradicionalmente en Marcabal Grande y toda la región. Ante las imágenes relucía una plataforma de madera desnuda, que oportunamente era cubierta con un mantel bordado, y cuyo objeto ya se verá.
En medio de los preparativos, mamá solía decir a mi padre, sonriendo de modo tierno y jubiloso:
-José, pero si tú eres ateo…
-Déjame, déjame, Herminia -replicaba mi padre con buen humor- no me recuerdes eso ahora y… a los chicos les gusta la Navidad…
Un ateo no quería herir el alma de los niños. Toda la gente de la región, que hasta ahora lo recuerda, sabía por experiencia que mi padre era un cristiano por las obras y cotidianamente.
Por esos días llegaban los indios y cholos colonos a la casa, llevando obsequios, a nosotros los pequeños, a mis padres, a mi abuela Juana, a mis tíos, a quien quisieran elegir entre los patrones. Más regalos recibía mamá. Obsequiábannos gallinas y pavos, lechones y cabritos, frutas y tejidos y cuantas cosillas consideraban buenas. Retornábaseles la atención con telas, pañuelos, rondines, machetes, cuchillas, sal, azúcar… Cierta vez, un indio regalome un venado de meses que me tuvo deslumbrado durante todas las vacaciones.
Por esos días también iban ensayando sus cantos y bailes las llamadas “pastoras”, banda de danzantes compuesta por todas las muchachas de la casa y dos mocetones cuyo papel diré luego.
El día 24, salido el sol apenas, comenzaba la masacre de animales, hecha por los sirvientes indios. La cocinera Vishe, india también, a la cual nadie le sabía la edad y mandaba en la casa con la autoridad de una antigua institución, pedía refuerzos de asistentes para hacer su oficio. Mi abuela Juana y mamá, con mis tías Carmen y Chana, amasaban buñuelos. Mi padre alineaba las encargadas botellas de pisco y cerveza, y acaso alguna de vino, para quien quisiese. En la despensa hervía roja chicha en cónicas botijas de greda. Del jardín llevábanse rosas y claveles al altar, la sala y todas las habitaciones. Tradicionalmente, en los ramos entremezclábanse los colores rojo y blanco. Todas las gentes y las cosas adquirían un aire de fiesta.
Servíase la cena en un comedor tan grande que hacía eco, sobre una larga mesa iluminada por cuatro lámparas que dejaban pasar una suave luz a través de pantallas de cristal esmerilado. Recuerdo el rostro emocionadamente dulce de mi madre, junto a una apacible lámpara. Había en la cena un alegre recogimiento aumentado por la inmensa noche, de grandes estrellas, que comenzaba junto a nuestras puertas. Como que rezaba el viento. Al suave aroma de las flores que cubrían las mesas, se mezclaba la áspera fragancia de los eucaliptos cercanos.
Después de la cena pasábamos a la habitación del Nacimiento. Las mujeres se arrodillaban frente al altar y rezaban. Los hombres conversaban a media voz, sentados en gruesas sillas adosadas a las paredes. Los niños, según la orden de cada mamá, rezábamos o conversábamos. No era raro que un chicuelo demasiado alborotador, se lo llamara a rezar como castigo. Así iba pasando el tiempo.
De pronto, a lo lejos sonaba un canto que poco a poco avanzaba acercándose. Era un coro de dulces y claras voces. Deteníase junto a la puerta. Las “pastoras” entonaban una salutación, cantada en muchos versos. Recuerdo la suave melodía. Recuerdo algunos versos:
En el portal de Belén
hay estrellas, sol y luna;
a Virgen y San José
y el niño que está en la cuna.
Niñito, por qué has nacido
en este pobre portal,
teniendo palacios ricos
donde poderte abrigar…
Súbitamente las “pastoras” irrumpían en la habitación, de dos en dos, cantando y bailando a la vez. La música de los versos había cambiado y estos eran más simples.
Cuantas muchachas quisieron formar la banda, tanto las blancas hijas de los patrones como las sirvientas indias y cholas, estaban allí confundidas. Todas vestían trajes típicos de vivos colores. Algunas ceñíanse una falda de pliegues precolombina, llamada anaco. Todas llevaban los mismos sombreros blancos adornados con cintas y unas menudas hojas redondas de olor intenso. Todas calzaban zapatillas de cordobán. Había personajes cómicos. Eran los “viejos”. Los dos mocetones habíanse disfrazado de tales, simulando jorobas con un bulto de ropas y barbazas con una piel de chivo. Empuñaban cayados. Entre canto y canto, los “viejos” lanzaban algún chiste y bailaban dando saltos cómicos. Las muchachas danzaban con blanda cadencia, ya en parejas o en forma de ronda. De cuando en vez, agitaban claras sonajas. Y todo quería ser una imitación de los pastores que llegaron a Belén, así con esos trajes americanos y los sombreros peruanísimos. El cristianismo hondo estaba en una jubilosa aceptación de la igualdad. No había patrona ni sirvientitas y tampoco razas diferenciadoras esa noche.
La banda irrumpía el baile para hacer las ofrendas. Cada “pastora” iba hasta la puerta, donde estaban los cargadores de los regalos y tomaba el que debía entregar. Acercándose al altar, entonaba un canto alusivo a su acción.
-Señora Santa Ana,
¿por qué llora el Niño?
-Por una manzana
que se le ha perdido.
-No llore por una,
yo le daré dos:
una para el Niño
y otra para vos.
La muchacha descubríase entonces, caía de rodillas y ponía efectivamente dos manzanas en la plataforma que ya mencionamos. Si quería dejaba más de las enumeradas en el canto. Nadie iba a protestar. Una tras otra iban todas las “pastoras” cantando y haciendo sus ofrendas. Consistían en juguetes, frutas, dulces, café y chocolate, pequeñas cosas bellas hechas a mano. Una nota puramente emocional era dada por la “pastora” más pequeña de la banda. Cantaba:
A mi niño Manuelito
todas le trae un don.
Yo soy chica y nada tengo,
le traigo mi corazón.
La chicuela arrodillábase haciendo con las manos el ademán del caso. Nunca faltaba quien asegurara que la mocita de veras parecía estar arrancándose el corazón para ofrendarlo.
Las “pastoras” íbanse entonando otros cantos, en medio de un bailecito mantenido entre vueltas y venias. A poco entraban de nuevo, con los rebozos y sombreros en las manos, sonrientes las caras, a tomar parte en la reunión general.
Como habían pasado horas desde la cena, tomábase de la plataforma los alimentos y bebidas ofrendados al Niño Jesús. No se iba a molestar el Niño por eso. Era la costumbre. Cada uno servíase lo que deseaba. A los chicos nos daban además los juguetes. Como es de suponer, las “pastoras” también consumían sus ofrendas. Conversábase entre tanto. Frecuentemente pedíase a las “pastoras” de mejor voz que cantaran solas. Algunas accedían. Y entonces todo era silencio, para escuchar a una muchacha erguida, de lucidas trenzas, elevando una voz que era a modo de alta y plácida plegaria.
La reunión se disolvía lentamente. Brillaban linternas por los corredores. Me acostaba en mi cama de cedro, pero no dormía. Esperaba ver de nuevo a mamá. Me gustaba ver que mi madre entraba caminando de puntillas y como ya nos habían dado los juguetes, ponía debajo de mi almohada un pañuelo que había bordado con mi nombre. Me conmovía su ternura. Deseaba yo correspondérsela y no le decía que la existencia había empezado a recortarme los sueños. Ella me dejó el pañuelo bordado, tratando de que yo no despertara, durante varios años.
FIN
Panki y el guerrero
de aguas negras que no tiene caño de entrada ni de salida y está rodeada de alto bosque, vivía en tiempos viejos una enorme panki. Da miedo tal laguna sombría y sola, cuya oscuridad apenas refleja los árboles, pero más temor infundía cuando aquella panki, tan descomunal como otra no se ha visto, aguaitaba desde allí.
Claro que los aguarunas enfrentamos debidamente a las boas de agua, llamadas por los blancos leídos anacondas. Sabemos disparar la lanza y clavarla en media frente. Si hay que trabarse en lucha, resistiendo la presión de unos anillos que amasan carnes y huesos, las mordemos como tigres o las cegamos como hombres, hundiéndoles los dedos en los ojos. Las boas huyen al sentir los dientes en la piel o caer aterradamente en la sombra. Con cerbatana, les metemos virotes envenenados y quedan tiesas. El arpón es arma igualmente buena. De muchos modos más, los aguarunas solemos vencer a las pankis.
Pero en aquella laguna de aguas negras, misteriosa hasta hoy, apareció una panki que tenía realmente amedrentando al pueblo aguaruna. Era inmensa y dicen que casi llenaba la laguna, con medio cuerpo recostado en el fondo legamoso y el resto erguido, hasta lograr que aso­mara la cabeza. Sobre el perfil del agua, en la manchada cabeza gris, los ojos brillaban como dos pedruscos pulidos. Si cerrada, la boca oval semejaba la concha de una tortuga gigantesca; si abierta, se ahondaba negreando. Cuando la tal panki resoplaba, oíase el rumor a gran distancia. Al moverse, agitaba las aguas como un río súbito. Reptando por el bosque, era como si avanzara una tormenta. Los asustados animales osaban ni moverse y la panki los engullía a montones. Parecía pez del aire.
Al principio, los hombres imaginaron defenderse. Los virotes envenenados con curare, las lanzas y arpones fuertemente arrojados, de nada servían. La piel reluciente de la panki era también gruesa y los dardos valían como el isango, esa nigua mínima del bosque, y las lanzas y arpones quedaban como menudas espinas en la abultada bestia. Ni pensar en lucha cuerpo a cuerpo. La maldita panki era demasiado poderosa y engullía a los hombres tan fácilmente como a los animales. Así fue que los aguarunas no podían siquiera pelear. Los solos ojos fijos de la panki paralizaban a una aldea y era aparentemente invencible. Después de sus correrías, tornaba a la laguna y allí estábase, durante días, sin que nadie osara ir apenas a columbrarla. Era una amenaza escondida en esa laguna escondida. Todo el bosque temía el abrazo de la panki.
Habiendo asolado una ancha porción de selva, debía llegar de seguro a cierta aldea aguaruna donde vivía un guerrero llamado Yacuma. Este memorable hombre del bosque era tan fuerte y valiente como astuto. Diestro en el manejo de todas las armas, ni hombres ni animales lo habían vencido nunca. Siempre lucía la cabeza de un enemigo, reducida según los ritos, colgando sobre su altivo pecho. El guerrero Yacuma resolvió ir al encuentro de la serpiente, pero no de simple manera. Coció una especie de olla, en la que metió la cabeza y parte del cuerpo, y dos cubos más pequeños en los que introdujo los brazos. La arcilla había sido mezclada con ceniza de árbol para que adquiriera una dureza mayor. Con una de las manos sujetaba un cuchillo forrado en cuero. Protegido, disfrazado y armado así, Yacuma avanzó entre el bosque a orillas de la laguna. Resueltamente entró al agua mientras, no muy lejos, en la chata cabezota acechante, brillaban los ojos ávidos de la fiera panki. La serpiente no habría de vacilar. Sea porque le molestara que alguien llegase a turbar su tranquilidad, porque tuviese ya hambre o por natural costumbre, estirose hasta Yacuma y abriendo las fauces, lo engulló. La protección ideada hizo que, una vez devorado, Yacuma llegara sin sufrir mayor daño hasta donde palpitaba el corazón de la serpiente. Entonces, quitose las ollas de greda y ceniza, desnudó su cuchillo y comenzó a dar recios tajos al batiente corazón. Era tan grande y sonoro como un maguaré.
Mientras tanto, la panki se revolvía de dolor, contorsionándose y dando tremendos coletazos. La laguna parecía un hervor de anillos. Aunque el turbión de sangre y entrañas revueltas lo tenía casi ahogado, Yacuma acuchilló hasta destrozar el corazón de la sañuda panki. La serpiente cedió, no sin trabajo porque las pankis mueren lentamente y más esa. Sintiéndola ya inerte, Yacuma abrió un boquete por entre las costillas, salió como una flecha sangrienta y alcanzó la orilla a nado.
No pudo sobrevivir muchos días. Los líquidos de la boa de agua le rajaron las carnes y acabó desangrado. Y así fue como murió la más grande y feroz panki y el mejor guerrero aguaruna también murió, pero después de haberla vencido.
Todo esto ocurrió hace mucho tiempo, nadie sabe cuánto. Las lunas no son suficientes para medir la antigüedad de tal historia. Tampoco las crecientes de los ríos ni la memoria de los viejos que conocieron a otros más viejos.
Cuando algún aguaruna llega al borde de la laguna sombría, si quiere da voces, tira arpones y observa. Las prietas aguas siguen quietas. Una panki como la muerta por el guerrero Yacuma no ha surgido más.
FIN
Con afecto,
Rubén



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