domingo, 4 de diciembre de 2011

Cuento: Bajo el parron

 Bajo el parron

Por:  Javiera Vega


 



A las dos de la tarde golpearon a su puerta: Dagoberto pensó que era su mujer Ada, que retrasada volvía con las compras del mercado.

Los dos policías a la puerta de su casa le solicitaron pasar. El alto y de apariencia flemática se movió hasta el escaparate, y observo la foto de matrimonio que Ada y Dagoberto orgullosamente exhibían entre las tacitas de café y los vasitos de cristal para tragos cortos, había sido tomada cuarenta años atrás en un estudio profesional por un judío húngaro, que no hablaba una palabra en español, y que había tenido que indicarles la pose entre gestos y sonrisas; mientras tanto el policía bajo y regordete extraía del bolsillo de su casaca una libreta negra de apuntes, evadiendo el momento de hablar el policía comenzó a hojear las paginas, y tras unos momentos de vacilación pregunto:
 ¿Don Dagoberto Carrasco? Carraspeo,”le  tengo malas noticias, su señora fue atropellada a la salida del mercado.

Fue instantáneo, el chofer del vehículo se encuentra detenido pero hay testigos que corroboran la declaración del chofer: su señora atravesó de sopetón por el medio de la calle.”

  A las cinco de la tarde Dagoberto se paro frente a la ventana de la recepción en la morgue: venia a reconocer el cadáver. A pesar de los calmantes que havia ingerido le pesaba todo el cuerpo, siguió con pasos lentos a la enfermera hasta la sala mortuoria.
 En forma fría la enfermera extrajo la canilla con el cuerpo cubierto por una sabana blanca luego se retiro unos pasos en forma reglamentaria, para otorgar la privacidad necesaria.

 La primera reacción de Dagoberto fue echar a correr, huir, abandonar la realidad pero temblando cerro los ojos y levanto a tientas la sabana, pensó ver la cara de su mujer destrozada por el impacto, pero cuando finalmente  abrió los ojos la vio bella, en paz, lucia cuarenta años más joven.

 Como cuando la conoció, sencilla y placida con esa expresión de ausente que llevo durante los primeros años de matrimonio, hasta que paso “ese incidente”, Entonces se apego a la tierra y a las tardes bajo el parron, y a el lo enredo en su mundo de rencores y desconfianza, lo amaestro como un animalito casero, lo enclaustro en el mundo de sospechas.
Ahora sobre la camilla sus ojos grandes y negros estaban abiertos a la distancia, abiertos en la muerte, pero en los últimos veinte años de su vida no habían visto más de de lo que ella deseaba ver.
“Es ella” dijo Dagoberto y le cerro los ojos con cariño.


Meses más tarde Dagoberto se encontraba en el fondo del patio de su casa, con el corazón anhelante a que sonara la campanilla de la puerta de la calle.
Medio asfixiado por la ansiedad ejercitaba la respiración, llevando aire al estomago y lo exhalaba despacio, tratando de calmar los nervios.


Después de veinte años ella vendría a visitarlo.
Lo telefoneo cuando supo de la muerte de Ada. La voz se  le había quebrado y  como sacándose un peso de encima, “me gustaría verte” le dijo “me gustaría verte” se repitió Dagoberto tratando de apaciguar los latidos de su corazón.

La había querido con un amor débil y mezquino, un amor basado en la necesidad que ella sentía por el.
Egoísta  en la pasión de una mujer solterona que deseaba que alguien le golpeara de vez en cuando la puerta de su casa.

Habían trascurrido veinte años desde ese día que ella llorando se le había abrazado a las piernas, rogándole que le diera un hijo, era lo único que le pedía, un ser para mitigar su soledad, una compañía para su vejez, nadie lo sabría, y ella no exigiría el nombre para el bebe, pero Dagoberto temblando de pavor ante el horror de destruir su familia se zafo de su brazo lanzándola sobre el suelo y la abandono para siempre.

Hoy el aire olía a verano, a vida, a una tibia brisa agitaba levemente las hojas verdes de las vides en el parron y de pronto en medio de su anhelo Dagoberto escucho la campanilla de la puerta de la calle.
Camino rápidamente hacia el interior de la casa, cruzo atropelladamente el comedor y la sala y con mano firme corrió el picaporte.

El vendedor ambulante lo miro sorprendido, ordinariamente las gentes les abrían la puerta de mal modo presintiendo la intromisión pero Dagoberto abrió la puerta de par en par con una felicidad en el rostro que pasmo al vendedor, por unos minutos ambos se miraron sin comprender la situación, fue el vendedor que reacciono tras unos segundos y asió lo que encontró a mano: un colador verde y se lo ofreció galantemente a Dagoberto.
Desilusionado Dagoberto atino solo a meterse la mano al bolsillo y le pago con un billete de cien pesos, sin esperar el vuelto cerro la puerta con el mismo ahínco con que la había abierto Dagoberto regreso a sentarse bajo el parron.

En realidad ella no había fijado el día de la esperada visita sino que Dagoberto se había levantado esa mañana con la corazonada que hoy, después de cuantos años la vería.  La añoranza de una compañía le ocurría a menudo desde la muerte de su mujer, se sentía solo, con una soledad rancia que se pegaba a su piel y a sus cosas, todo a su  alrededor sabia a desamparo; su vida se semejaba a los libros en el estante de la sala, escritos muchos años atrás, con historietas que comenzaban a borrarse en las paginas amarillentas, con párrafos extraviados para siempre.
Relajado, observo las hojas verdes del parron y aspiro la frescura de la tarde.

Hacia veinte años que lo había plantado el mismo el día que decidió abandonarla y desde ese día lo cuido con esmero,”por amor a las dos se concedió Dagoberto.
Por una había picado la tierra, quebrándose la espalda con cada paleada de tierra para olvidarla, y por su esposa se rasguñaría las manos cada otoño en la poda y se dañaría sus pulmones en la fumigación con el polvillo de azufre: todo para que las hojas crecieran grandes y hermosas en troncos fuertes y ella disfrutara de su sombra en las calurosas tardes de verano.

Le gustaba verla tranquila y placida bajo el parron, con los ojos perdidos, como soñando.

En los últimos veinte años habían sido tan  escasos esos momentos pues desde  “el incidente” Ada jamás lograría estar en paz.

La “aguijoneada” que le causo esa misteriosa voz femenina al otro lado de la línea telefónica al negar a identificarse, pero insistiendo en hablar con Dagoberto le socavo la vida para siempre. Nunca le pregunto nada, no quiso saberlo, vivió como un fantasma que por orgullo se negó a desenmascarar, en cambio se volvió alerta, desconfiada, sigilosa de cualquier acto de Dagoberto, en los cuales encontraba siempre una duda.
 Aturdida por las sospechas cerro su casa a sus amigas, cada una de estas podía ser la voz que la atormentaba, se limito a su mundo y el de su marido y Dagoberto sin confesarlo, acepto su culpa, y sometiéndose a este aislamiento casero le agarro miedo a la vida.

Hoy, sentado bajo el parron, con los ojos se le llenaron de veinte años de lágrimas tardías y sintiendo que algo se le desmoronaba en el pecho confeso por primera vez “Gloria, Gloria se llamaba” grito con rabia.
La sangre se le agolpo en la cabeza, y por unos momentos vio a Ada tejer a la sombra del parron, “Gloria se llamaba” repitió a su mujer, pero ella sin mirarle a los ojos cuando la tarde ya moría ,“ ya no vale la pena saberlo” le dijo  y Dagoberto la escucho desfalleciendo antes de caer muerto bajo el parron.